Tiene España un paisanaje propicio a organizarse en bandos y a seguir las banderas de cualquier caudillo que se resuelva a encabezar una facción. Son los que Borges llamaba políticos parroquiales, que retoñaron en las repúblicas de Ultramar a imagen y extrema semejanza de la metrópoli. En el México de la revolución, un suponer, contendían entre sí los villistas, los obregonistas, los porfiristas, los zapatistas, los huertistas y así hasta sumar cerca de una docena de banderías que tomaban su nombre del jefe al mando. Apenas un siglo después, aquí ya tenemos errejonistas, monederistas, sanchistas, susanistas y lo que aún queda por venir a medida que se multipliquen los procesos de escisión en los partidos. La más notable ahora mismo es la que divide al casi difunto PSOE en dos bandos que se identifican fácilmente con el del ya degollado Pedro Sánchez y el que comanda Susana Díaz, actual cuidadora del granero de votos que los socialdemócratas conservan como última reserva de Despeñaperros abajo.

Mucho más grave -e incluso letal- que las anteriores, esta trifulca forma parte, en realidad, de las tradiciones socialdemócratas en España. Ya en tiempos del Gran Mariscal Felipe González convivían dentro del PSOE las facciones «renovadora» y «guerrista», acaudillada esta última por Alfonso Guerra, como el propio apellido indica. Previamente, los dos bandos habían tenido que librarse de un tercero: el del llamado sector «histórico» del partido que formaban los últimos exiliados de Toulouse.

Dicen los conocedores de estas interioridades que aquello era como el juego del policía bueno y el policía malo. González representaba dentro de ese teatrillo la moderación, el atlantismo, el europeísmo y, por resumirlo todo, la socialdemocracia. A su vez Guerra asumía el papel de guardián de las esencias improbablemente rojas del socialismo. Los guerristas levantaban el puño, cantaban la Internacional y se ataviaban con un pañuelito colorado en las fiestas de los mineros; pero ninguno renunciaba a participar en las glorias y festines del poder. La suya, como ahora la de Podemos, era una cuestión de pose ante las cámaras que servía de atracción para la parte más radicalizada -o acaso ingenua- de sus votantes.

Como cualquier otro partido, el socialista era una gran familia en todos los anchos sentidos que ese concepto tiene aquí y en Italia. Tal vez por eso, la andaluza Díaz trató de quitarles hierro a las navajas que estos días relucen en su partido al protestar, sin mucha convicción, que «aquí no hay bandos» y «el PSOE no es una banda». La aclaración, si bien no muy creíble, viene al pelo dado que los socialdemócratas y en particular el ya defenestrado Sánchez habían definido al partido conservador de Rajoy como una banda organizada de delincuentes. «Con ellos no se puede ir ni a cobrar una herencia», decían: y quizá no les faltase razón.

Ahora deberán ponerse de acuerdo, sin embargo, en qué consiste eso de los bandos y las bandas para que el público en general alcance a entender la riña pandillera que a punto está de llevarse por delante al PSOE. Tras cien años de historia (y cuarenta de vacaciones durante el franquismo), resultaría un tanto melancólico que el más antiguo partido de España pereciese víctima de una gresca propia de los tiempos de Pancho Villa. Todo puede suceder en tierras de Caín.