El referéndum de Colombia y, en clave del todo distinta, el de Hungría vuelven a poner sobre la mesa la cuestión del ejercicio de la democracia. Los griegos la inventaron para gobernar, de manera tan directa como admirable, comunidades muy pequeñas donde todo el mundo se conocía dejando el poder de decisión en manos de los ciudadanos. Aunque a condición de excluir de la toma de decisiones a los nacidos fuera de allí y a los esclavos. Cuando los anglosajones redescubrieron en plena revolución de Cromwell las ventajas de la democracia todo había cambiado, la población era gigantesca y los sin tierra se reivindicaban como ciudadanos de pleno derecho por grupos como los levellers y los diggers. La fórmula que se empleó para gobernar en esas circunstancias fue la del parlamento representativo. Desde entonces se ponen en solfa al menos dos aspectos de la democracia: en qué medida el parlamento representa a la ciudadanía y en qué grado cuenta igual el voto de un premio Nobel de la Paz (por poner un ejemplo de ilustrado) que el de un analfabeto.

Suiza ha dado ejemplos excelentes de un uso asambleario de la capacidad de decisión por medio del referéndum. Pero cuando se usa en otros pagos, las cosas no transcurren tan bien. Colombia parece haber perdido la oportunidad de terminar con medio siglo de guerra permanente entre el Estado y las FARC con una votación directa, de pregunta muy clara, en la que sólo participó el 40% de los ciudadanos. El gobierno de extrema derecha de Hungría también ha visto fracasar su intento de hurtarse a la recepción de refugiados que impone la Unión Europea porque el número de votantes no llegó al 50%. Y puede que las dudas que genera el uso directo de la democracia estén relacionadas con la segunda cuestión: la del carácter cualitativo del voto. En términos reduccionistas hasta de forma grosera, pero fáciles de entender, ni Colombia ni Hungría cuentan con ciudadanos tan informados y dispuestos a meditar su voto como los suizos.

En esas circunstancias nos encontramos con que la fórmula griega de la democracia directa tiene muy escasa utilidad para resolver los problemas que se nos plantean hoy. El referéndum no funciona. La idea anglosajona de cesión al parlamento de la soberanía tropieza con las dudas acerca de la manera como quedan representados en él los ciudadanos. Y tanto una como otra cuentan con un agujero bajo la línea de flotación en términos de la equivalencia formal entre cada uno de los votos.

La crisis por la que pasa el PSOE ilustra muy bien la confrontación entre quienes exigían decisiones asamblearias y los que confiaban en el comité federal. La mala noticia es que ni una fórmula ni la otra cuentan con suficientes garantías. Con el añadido sarcástico y dolorosamente cierto que nos legó Churchill: la democracia es el peor de los sistemas de gobierno que existen, siempre que se excluyan todos los demás.