Es un lugar común en el campo de las ciencias sociales distinguir entre la política (como forma de organizar la vida colectiva), lo político (el poder y las relaciones de poder) y las políticas (el Estado en acción). Mi hipótesis es también obvia: la política está condicionada por el ansia de asaltar el poder. En palabras de Richard Rorty la política como movimiento (analizar cada paso para acortar la distancia que nos separa de un estado de cosas ideal) ha sido sustituida por la política de campaña (el poder como perversión del lenguaje y la metáfora). La política como metáfora. El poder de la metáfora está en que nos envía a otra realidad; habla a la imaginación. El hecho de unir dos palabras sugiere la metáfora: el tiempo y el río: primero pensamos en el río y luego caemos en la cuenta de que nosotros somos el río, tan fugitivos como el río. No me resisto a no incorporar la metáfora que Borges analiza en su texto: «desearía ser la noche para mirar tu sueño con mil ojos». Aquí se percibe la ternura del amante y sentimos que su deseo es capaz de ver al amante desde muchos puntos de vista (verte con mil ojos). La metáfora no sólo tiene el poder de enviarnos a otra realidad deseable sino que nos sitúa desde la ternura en el lado emocional del lenguaje. La política es una narrativa, un marco de acción para organizar la vida colectiva, una metáfora. El discurso político debe situarse en esa tensión entre lo que es y lo que aún no es y rescatar el lado emocional del lenguaje: «la cultura del corazón» en palabras de W. Benjamin o «la razón con entrañas» que decía María Zambrano. La clausura del lenguaje. El PP no ha sido capaz de traducir el poder en discurso: es un fracaso de sintaxis política. Su discurso en plena crisis consistió en entregar una parte de la soberanía nacional a los dictados de Bruselas, apelando a lo inevitable y al sentido común (¿qué será eso del sentido común?). El «yo sigo» de Rajoy es más de lo mismo: «las tardes a las tardes son iguales» que decía el poeta. El PSOE no tiene otro discurso que desalojar a Rajoy: «no es no». Pedro Sánchez, un hombre aseado pero plano cuya palabra tiene el efecto del silencio, ha arrastrado a su partido al grado cero de la escritura política. Hoy se empeña, desde su ansia enfermiza de poder, en derrotar o romper su propio partido. Los podemitas han construido su lenguaje, en un primer momento de lucha por la hegemonía, en torno a un conjunto de divisorias: amigo/enemigo, arriba/abajo, ricos/pobres, pueblo/casta. Por otra parte se han situado en el lado emocional de lenguaje. El lenguaje no sólo sirve para decir cosas: puede ser una música o una pasión como cuando escuchamos una sinfonía o leemos el Ruiseñor de Keats. Desde el lado emocional del lenguaje han construido un discurso que ha puesto en primer plano el sufrimiento del pueblo. Cuando, en los términos de Gramsci, han transitado de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones, (el asalto al cielo), el discurso de Podemos entró en la zozobra, perdió credibilidad y abandonó las divisorias iniciales de su discurso. El pacto de la cerveza con IU empujó a Pablo Iglesias a utilizar las categorías de izquierda/derecha que en palabras de Ulrich Beck son «categorías zombi» y a abandonar el lado emocional del discurso. Hoy su discurso, al olor del poder, se debate entre dar miedo o seducir. Ciudadanos ha crecido a partir de las zonas oscuras del PP y construido su lenguaje a partir de dos ideas: la unidad de España y la necesaria regeneración política. Todos contra La Peste. La gran novela de Albert Camus es la crónica de una generación desesperada que ha vivido la guerra del 39-45. Es el testimonio de la marea de dolor que anegó el mundo. Bajo el nombre de La Peste late un fuerte simbolismo, no sólo una epidemia física sino el problema del mal y el sufrimiento de los inocentes que es la expresión más dramática del problema. El mal de La Peste es también el mal moral. El personaje de Cottard se alegra cuando el desorden se instala en la ciudad. El caos social le permite continuar con sus sucios negocios, quiere que la peste continúe; vive mejor en aguas revueltas. Tarrou ingresa en un partido que aspira a crear una sociedad en la que hombre no sea un lobo para el hombre. No quiere ser un «apestado». Descubre que el partido al que se afilió también mata y encarcela. Abandona el partido y la ideología partidaria para ponerse al lado de las víctimas. Dejará su vida en la lucha contra la peste. Como Moisés muere en el umbral de la «tierra prometida laica». Rambert, el periodista, viene a Orán a hacer un reportaje. No piensa en nada, es un hombre dichoso. Su primera reacción es lavarse las manos y huir, pero descubre que ante el mal no hay casos personales y ofrece sus servicios a las organizaciones sanitarias: «se avergüenza de ser dichoso él solo». Rieux es el personaje central de la novela. Su preocupación es la dicha de los otros. Podía abandonar (su mujer está enferma en Suiza) pero se queda. La única razón para quedarse es la «honradez» y la «ternura» La salud de los otros es suficiente motivo para la acción. Paneloux, el jesuita, invita a los cristianos a luchar contra el dolor. Se niega a enviar el problema del sufrimiento de los inocentes al más allá del Paraíso. Los actores de La Peste se posicionan al lado de los que sufren. Sus sentimientos son la honradez, la ternura, la solidaridad, la dicha del otro y la renuncia a sus situaciones personales. Es obvio que la grandeza de espíritu de los actores de esta epopeya está muy lejos de la actitud de nuestros políticos. ¿Viven mejor, como Cottard, en el desorden y el caos social, en el ansia infinita de poder, al margen del sufrimiento de los ciudadanos? Si vamos a las urnas en diciembre escribiré en mi papeleta el nombre de los actores de esta gran epopeya de la ternura y la solidaridad.

*Cano Lorenzo es sociólogo y escritor