El expresidente francés Sarkozy ha añadido una nueva cuenta a su ya largo rosario de humo y muecas. Sarkozy, lanzado a un frenesí identitario con el que pretende imponerse en las primarias presidenciales de su partido, ha convertido a todos sus conciudadanos en habitantes de la aldea de Astérix al afirmar que, a partir del momento en que uno es francés, los galos pasan a ser sus antepasados. Se venga de donde se venga y se tengan el color de piel, la religión y las raíces culturales que se tengan. Todos galos.

La afirmación de Sarkozy parece una orden de quien, como ministro de Interior, se enfundara durante los disturbios de 2005 la chupa de cuero para arengar a sus policías a limpiar de «escoria» las calles de Francia. Pero, más allá del chascarrillo, encaja con toda precisión en la que desde hace años se ha revelado su táctica favorita para encarar la lucha política: extremar el debate para obligar a sus rivales a entrar en el terreno de juego que él mismo dibuja. Un terreno de juego que, en una Francia desorientada por su estancamiento económico y por los zarpazos terroristas, y en un Occidente a merced de todos los populismos, se inscribe en el ilusorio discurso de intransigente firmeza del Frente Nacional.

Hasta ahora, esa «lepenización» parecía haberle rendido buenos resultados a Sarkozy en esta campaña de primarias que culminará en una votación a dos vueltas el 20 y el 27 de noviembre. Sin embargo, las últimas encuestas dibujan la impresión de que el impulso del hombre que, acosado por la Justicia decidió hace dos años volver a la política en busca de inmunidad, está entrando en fase de agotamiento. Los sondeos siguen situando por delante al ex primer ministro Alain Juppé, delfín del expresidente Chirac y representante de una derecha más tradicional. Una derecha que, aunque endurecida, pretende evitar tanto el maximalismo del Frente Nacional como las salidas de tono de Sarkozy para presentarse ante el electorado como una fuerza responsable. Juppé, siempre según esas encuestas, pasaría en primer lugar a la segunda vuelta, seguido de un Sarkozy que cosecharía una derrota en el definitivo cara a cara del próximo 27 de noviembre.

Si no hay sorpresas, el ganador de las primarias de la derecha se convertirá en mayo de 2017 en el nuevo presidente de Francia. En efecto, todas las previsiones plantean para esos comicios un escenario en el que el candidato socialista, que en principio debería ser un Hollande en busca de la reelección, quedaría eliminado en la primera vuelta. De manera que la segunda se libraría entre la ultra Marine Le Pen y el ganador de las primarias de la derecha. Y se supone que éste, como ya ocurrió en 2002 en el duelo Chirac-Jean Marie Le Pen, recogería, pinza en la nariz mediante, parte del voto de la izquierda.

Ahora bien, el hecho de que la derecha no haya celebrado nunca primarias rodea el proceso de una gran incógnita que disminuye el valor de las encuestas. Máxime cuando los comicios están abiertos a quien desee inscribirse en su censo y cuando reina el convencimiento de que miles de votantes de izquierda se han apuntado a las listas para reforzar a Juppé. El propio Sarkozy ya ha incluido este asunto en su agenda de diatribas y ha lanzado acusaciones de deslealtad constitucional a esos infiltrados a los que, tal vez, no tarde en acusar de poner en peligro la seguridad del poblado galo. Ése en el que, a la sombra de Obélix y creyéndose Astérix, corretea tras el poder con la frenética obsesión del perrito Idéfix.