Puede que usted esté ahora desayunando tranquilamente, aprovechando el día feriado en la serenidad de su apacible cocina, o puede que viendo de reojo el desfile mientras lucha para que sus hijos se vistan de domingo. Puede que esté leyendo este artículo en la cama, en su cálido lecho de descanso, o que incluso esté en un balcón observando el reposado mar que se balancea una y otra vez, pero en el Caribe la naturaleza ha hecho acto de presencia de una forma brutal e inmisericorde.

Uno nunca se acuesta pensando que el mundo, tal y como lo conoce, desaparecerá a la mañana siguiente. Es lo que tiene pertenecer a la cúspide de la pirámide alimenticia y creerse por encima del bien y del mal.

En esta ocasión ha sido un huracán de 500 kilómetros de diámetro, Matthew lo han bautizado, que a su paso por las islas caribeñas ha dejado más de 900 cadáveres. Pobrecitos los negritos, pensarán algunos, siempre con sus casas de barro y sus techos de uralita, tan expuestos que, en cuanto un viento molesto se enardece un poco, causa destrozos por doquier.

Pero no, esta vez no. Esta vez EEUU también se ha llevado lo suyo. El ejército americano ha hecho acopio de agua para abastecer a medio millón de sedientos, y ha sido el propio gobernador de Florida quien ha solicitado la evacuación de más de un millón y medio de personas de la zona de Miami. Para que se hagan una idea, eso equivale a desalojar en 48 horas toda la provincia de Málaga. Esos boquerones, desde Nerja a Manilva, petate en mano y pululando en plan Walking Dead por los andurriales buscando algo tan cotidiano como electricidad. Una auténtica barbaridad.

La primera potencia mundial ha reconocido su manifiesta incapacidad de acción ante la furibunda presencia de la naturaleza y no le ha quedado más remedio que huir y esconderse en el primer agujero que ha pillado a mano. Piensen por un momento que, sin tener en cuenta las olas, los vientos de más de 230 Km/h han conseguido que este huracán de fuerza 4 eleve tres metros el nivel del mar, convirtiendo esta tormenta en la más devastadora que se ha registrado en el Atlántico durante la última década.

Y esto es lo que tenemos, somos la punta de flecha de la evolución. Podemos mandar al hombre a la luna, clonar ovejas y convertir a Justin Bieber en ídolo de masas, pero en cuanto la naturaleza, esa naturaleza a la que maltratamos, se impone, nos convertimos en meros monigotes, peleles de carne que rebotan unos contra otros al ser arrastrados por el lodo. Yo no soy el más ecologista del mundo, puede que incluso sea el que menos, pero reconozco que fenómenos fatídicos como Matthew me dejan helado y me ponen frente al espejo del cambio climático parar suspender el examen de conciencia ante el compromiso ecológico, y no sólo por la cobardía de cerrar los ojos e imaginar que no existen esas centenas de cuerpos hinchados por el agua y con todas las articulaciones dislocadas, sino por pensar que somos los siguientes y no hago nada.

Está claro que no podemos ser Al Gore, ni se trata de encadenarse a los geranios, pero eso no quita para que en la medida de nuestras posibilidades cada uno aporte su granito de arena. Por reciclar no vamos a parar una tromba de miles de toneladas de barro, por regenerar bosques no conseguimos aquietar un terremoto, y por desterrar las bolsas de plástico no desactivaremos un huracán, pero habremos hecho lo que está en nuestra mano, que ya es más de lo que hacemos unos cuantos.

Tenemos un ecosistema, uno nada más, con sus reglas físicas, sus caprichos, sus accidentes, y si no lo cuidamos, si no lo entendemos, aprenderemos por las malas lo salvaje de su esencia, porque la naturaleza es de una belleza infinita, pero también es el lugar en el que el choque de dos placas destrozará todo lo que has conocido, es ese momento en que la violencia se alza por encima del entendimiento, y es esa parte del mundo en que una madre devora a sus propias crías recién paridas si necesita alimentarse.

La razón es nuestra cualidad más humana, pero la madre naturaleza no dialoga. La naturaleza sobrevive a sí misma, es su única norma, y hará cuanto sea necesario para perpetuarse. Cuidémosla y dejémosla ser, por la cuenta que nos trae a todos.