Uno va retrasando el momento temeroso de enfrentarse al duro y siempre difícil trance. Uno remolonea y sabe que es algo que tarde o temprano hay que afrontar. Vas dejando pasar las jornadas. Procrastinando. Tentando la suerte. Hasta que un día te decides o te dan dos voces y entonces acometes una de esas grandes empresa vitales que cada año cualquiera que no milite en el más acendrado anarquismo vital desarrolla: cambiar los armarios. En plural. Aunque uno solo tenga uno la expresión es siempre en plural, como si tuviéramos un montón. Cambiar los armarios. Me hace gracia la expresión, dado que parece un cambio de ubicación y no de contenido. Toca doblar con tino los polos y guardarlos en un cajón. Toca dar gracias a Dios por no tener el mal gusto de poseer camisas de manga corta.

Toca resucitar abrigos y anoraks, chaquetones y jerseys. Es hora de abrir un cajón angosto y encontrarse un billete de veinte euros o una metáfora, tal vez un epitalamio, una carta de un viejo amor, un tornillo o un sobre de esos cuyo contenido se disuelve en agua para que lo bebas y te desaparezca la sinestesia o el dolor de cabeza o codo. La hora estelar de los calcetines. El momento de las rebequitas. No aún de los guantes, aunque todo se andará. O, mejor dicho, como se trata de las manos no se andará. Si acaso, se cogerá. Las prendas invernales dan un paso al frente y quedan rezagadas las de verano. ¿El bañador sigue siendo bañador cuando nadie lo ve? Así que el armario torna grisáceo, negro, amarronado, parduzco, verde oscuro, colores otoñales que contrastan con el amarillo, pistacho, naranja, rojo o blanco blanquísimo de la indumentaria veraniega. A veces en este cambiar armarios, en este paso de estación, hallo un prenda debajo de un montón, la desdoblo, voy a colgarla pero antes su aroma me trae recuerdos gratos. Tuve una camisa con la que aprobé tres exámenes seguidos. No fueron días consecutivos, no piensen que no la lavé entre examen y examen. Acabé la carrera y la reservé para otros exámenes. Como no estudié más, nunca más me la puse. Ahora intuyo que debí ponérmela aquel día de abril que fui de acompañante a un hospital o ese sábado que traté de convencer a una mujer de que cambiara su destino. Cambió el mío. No sé dónde está esa camisa. Tal vez nunca la tuve o quizás suspendí esos exámenes. A lo mejor no tengo título de nada o está en un armario y alguien pensó que los títulos son para el verano y un septiembre los escondió para siempre.

Los pobres no tenemos ropa de entretiempo. Es lo que nos faltaba: tres armarios en vez de dos. O hacer tres cambios en lugar de dos. Supongo que a alguien se le habrá ocurrido tener un armario grandísimo e incluir ahí toda su ropa. No faltarán los que no tengan casi nada y les sobre armario. Y aquí estoy, dudando si guardar o no una chaqueta como muy de veroño.