Hay un concepto de pertenencia que no deja de perseguirnos. Una familia, una etnia, un color de piel, una región, una nacionalidad (generalmente oprimida o así lo creen los oprimidos). Y, como es costumbre, los encuadrados en uno u otro u otro sienten el invencible impulso de romper los lazos que los unen al vecino. Es la cristalización de rencores verdaderos o imaginarios, generalmente inventados.

Hace unos años, Michael Ignatieff publicó un luminoso ensayo, El honor del guerrero, en el que recordaba en plena guerra serbo-croata su asombro porque los hombres que ocupaban las dos líneas del frente en un pueblecito hubieran sido antes vecinos. «Antes de la guerra iban a las mismas escuelas, trabajaban en los mismos garajes, salían con las mismas chicas». Y añade: «¿Cómo llegan a detestar y demonizar a los que una vez llamaron amigos? ¿Cómo en definitiva, se siembra, un grano tras otro, la semilla de la paranoia mutua en el terreno de una vida en común?».

Sigmund Freud intentó desvelar la cuestión cuando afirmó que «nada fomenta tanto los sentimientos de extrañeza y hostilidad entre las personas como las diferencias menores».

La nueva novela de Fernando Aramburu, Patria, se aplica el cuento en un relato circular, insistente, opresivo, que avanza sin avanzar, que gira sobre sí mismo intentando hallar una explicación a la historia de los últimos cuarenta años en el País Vasco. Una novela inmisericorde sobre el asesinato por ETA de un modesto empresario nacido y criado en el mismo pueblo en donde acaban con su vida. Para mayor tragedia, hasta el final no se desvela si el hijo de su mejor amigo fue o no el asesino. Lo que, sin embargo, importa de la novela es el mecanismo moral por el que la madre del terrorista deja de hablar con la viuda, su íntima amiga de toda la vida, desde el momento, no de la muerte sino de la aparición de la primera pintada contra la pobre víctima. Lo que importa es el miedo que atenaza a todo el pueblo, que prefiere así bajar la vista y considerar enemigo al asesinado (sí, al asesinado de la partida de mus cada tarde en la taberna y las carreras de bicicleta los domingos todos juntos) y condona a los asesinos a los que da la razón de forma primitiva y esquemática. Lo que importa también es la pobreza intelectual y moral con la que justifican la lucha de todo un pueblo contra la opresión del «Estado» explotador, subyugador y torturador. Uno de los familiares de Miren, la aguerrida madre pro etarra del terrorista, recuerda cómo esta lloró la muerte de Franco ante la televisión en noviembre de 1975.

Me pasé la novela esperando el momento de la redención, de la justificación, de la revancha moral. Pero no hay más que pequeñas restituciones apenas individuales. La verdadera angustia de este tremendo relato es la locura, la estupidez de cuarenta años imperdonables. Porque al final no hay justificación para ETA, no puede haberla, solo condena. Y no se produce la justificación que uno instintivamente ha esperado para el nacionalismo. Hasta que se reflexiona: el nacionalismo extremo solo lo defienden los descerebrados, Bildu en Euskadi y la CUP en Cataluña. Y el moderado, los que dan palos de ciego buscando alguna justificación (generalmente histórica y falsa) para sus quimeras independentistas.

Las lenguas catalana y vasca, y sus respectivas culturas forman parte del acervo español; son eminentemente respetables y deben ser potenciadas y respetadas. Como sucede en Canadá, que es el referente en el trato de las aspiraciones de independencia (de Québec, en este caso), el problema de las nacionalidades vasca y catalana es de idioma y de cultura, no de reivindicaciones históricas o económicas con poco fundamento o de un ansia de mayor libertad en el marco de la mayor libertad que jamás han tenido.

La acelerada defenestración de los términos del problema lleva a que nacionalistas de toda laña acaben situando la noción de patria en las botas de un jugador de fútbol (por otra parte, un tipo estupendo, magnífico deportista lleno de sentido del humor, que tiene claros los límites de la idiotez) y en las banderas respectivas. Las banderas sí que son un peligro. Y los balones de fútbol también. Y eso que soy del Atleti de toda la vida.