En nuestra práctica profesional cotidiana, los médicos nos encontramos con personas aparentemente anónimas que, sin tener una cualificación reglada, suponen una ayuda fundamental en los cuidados de nuestros pacientes.

Son personas que encontramos en domicilios, centros sanitarios o instituciones y que realizan una labor altruista sin más pretensión que la de ayudar al que lo necesita.

Pueden ser hijos, padres o hermanos e incluso parientes lejanos. Sea cual sea el parentesco, en todos ellos encontramos la esencia de cuidar a su ser querido.

En otros casos, el anonimato del cuidador se mezcla con el de la persona cuidada. Son personas que ayudan al desconocido sin el vínculo previo de la familiaridad o la amistad.

Me pregunto qué puede llevar, por citar un ejemplo, a una persona a formar parte de una orden religiosa que cuida a enfermos. Enfundadas en sus hábitos, llaman a la puerta del desconocido al que atienden en los cuidados básicos de higiene y salud. Sin horarios. En sus jornadas, la noche y el día se funden sin mirar el reloj.

El cruce en la calle, al amanecer o atardecer del día, hace suponer el destino de su trayecto. Más allá de convicciones religiosas, su labor merece una reflexión en voz alta.

En una sociedad en la que -en muchas ocasiones- los valores se licúan en objetivos donde prevalece lo tangible, gozan aún de un mayor valor actitudes vocacionales en los corazones de los seres humanos.

La solidaridad bien entendida se abre paso incluso para cruzar las fronteras, y dedicarse a ir donde más lo necesitan, a países con estilos de vida marcados por la pobreza y en los que la enfermedad encuentra el terreno abonado para desarrollarse. En esa misión, con la visión de los ojos puestos en los valores, los seres humanos, muchos de ellos sanitarios, ofrecen sus conocimientos al que lo necesita.

Precisamente los médicos somos una profesión que se caracteriza por su solidaridad. Conozco a muchos compañeros que sustituyen sus vacaciones para irse a ver enfermos en África, América, India€ otros lo toman como su estilo de vida y se dedican profesionalmente a ejercer la Medicina en lugares recónditos y en los que falta de todo y no sobra nada.

Y es que la vida pasa sin darnos cuenta. Somos niños que crecemos sin mirar atrás para llegar a ser adultos que vemos el futuro como un destino cierto y, al mismo tiempo, lleno de misterio.

En el caso de nuestra profesión, la de médicos. Cuesta mucho esfuerzo llegar a serlos, mantenernos formados, luchar contra los miedos de la incertidumbre del conocimiento y recorrer un camino profesional lleno de desvelos para cuidar a nuestros enfermos.

¡Qué grande es ser médico! Pero no simplemente por serlo, sino por tener el privilegio de poder ayudar al que lo necesita con aliados sin nombre que también merecen nuestro reconocimiento.