No te enfades, mujer, es peor». Estas palabras se las dije, hace poco más de un año a una antigua compañera de Facultad cuando, rota de dolor, me contó que su Tomás la había abandonado por una moza treinta años más joven que él. No tenía que haberme metido en disputas familiares, pero soy así, muy impulsiva. La consolé durante horas.

Ayer, mientras daba mi paseo cotidiano por el paseo marítimo, me la encontré de nuevo. No parecía la misma: pelo rubio, corte perfecto, ropa de boutique, tacones altos y, lo que no se van a creer, iba del brazo de un cuarentón que hacía volver la cara a todas las señoras que se lo cruzaban. Fue ella la que nos abordó: «Amigos acabo de llegar de Marruecos y le decía a mi marido que tenía que buscar tu número de teléfono para que supiérais de nosotros». Me quedé con la boca abierta. Nos contó que lo había conocido en un crucero por las islas griegas, él era el capitán del buque y se enamoraron nada más verse. Y ahí la tienes, hecha una muchacha, vestida como una muchacha, con melena cuidada, ojos repintados y sonrisa permanente. ¿Sabéis lo que pensé?: «Dure lo que dure, estos maravillosos días no se los quita nadie».

Lección para no olvidar: «No hay mal que cien años dure». Mi marido, al llegar a casa me comentó: «Me alegro por ella, dure lo que dure esta relación le servirá para olvidar al idiota de Tomás. Él ha perdido más que ella».

Amigas, por lo que acabáis de leer, no hay duda de que esto ha sido un milagro y verifica en que existen. ¡Vaya si existen! Nunca hay que perder la esperanza de que las malas rachas finalizan con un maravilloso acontecimiento, aunque digan e insistan en que todo eso es mentira. Hasta la próxima, fieles lectores.