A España se le alojan muy adentro los rencores. Se le instalan en las tripas, porque no tienen la nobleza necesaria para enraizarse en el corazón, y a la menor ocasión toman el mando y hacen que todo sea insoportable. El rencor, que es un odio envejecido, enquistado, purulento, anida con facilidad en esos tipejos que lo mismo patean a dos guardias civiles que impiden a Felipe González dar una conferencia en la Universidad que desean la muerte a un crío de ocho años. No se confundan, son los mismos. La intolerancia, el fascismo, salta las lindes ideológicas, las transgrede, porque no hay ideología detrás, solo odio y rencor, dos formas inútiles de intentar cambiar el mundo.

En España volvemos una y otra vez sobre las mismas heridas, incapaces de cicatrizarlas, de sanarlas. Así somos. Quizás por eso, cada vez que llega octubre con su gama de grises para las mañanas se nos incendia la sangre y de pronto empiezan a aparecer patriotas de armas tomar frente a antipatriotas con las armas tomadas. El tendido más concurrido en el ruedo ibérico es de sombra de Caín («toda hiel sempiterna del español terrible/ que acecha lo cimero/ con su piedra en la mano», según Gil de Biedma), lo llevamos viendo todo el mes. Para algunos, celebrar el 12 de octubre como Día de la Hispanidad fue festejar un genocidio. Otra de las claves de ser español es nuestra tendencia al tremendismo. Cualquier hecho del pasado analizado a la luz de la ética actual no pasa la más mínima prueba. Todos los abuelos fueron en algún momento verdugos y víctimas, pero si llegamos a la conclusión de que esos pecados y sus penitencias son hereditarios deberíamos ir pensando en encarcelarnos mutuamente o en el suicidio colectivo, según nos dé.

Otra de nuestras yagas es la otra fiesta nacional. No hay nada más español que querer eliminarla a sangre y fuego. Salvar a los toros matando a los toreros, pocas cosas pueden ser más españolas. Hasta ahora, matar al torero era privilegio del toro, pero desde que las redes sociales se llenaron de cobardes escondidos tras un «nick» cualquiera puede dar un golletazo sin jugarse el tipo. Y eso incluye entre las dianas a niños enfermos de ocho años que hoy quieren ser matador de toros y mañana, posiblemente, veterinario, periodista, guardia civil o presidente del gobierno. Desear la muerte de un chiquillo es algo al alcance de muy pocas bajezas, perdónenme el oxímoron. No se puede ser animalista sin ser primero humanista. Imaginen la vergüenza, dentro de unos años, de sus pobres nietos, si es que no terminan de convertirlos en bestias de similar pelaje.