Torremolinos ha estado celebrando estos días la II Oktoberfest o Fiesta de la Cerveza. Una carpa de mil metros cuadrados. Cientos de cervezas diferentes. Rubias, moradas, negras, artesanales, extranjeras o nacionales. Alegre espuma. Una burbuja de felicidad. Que se redobla si además de cerveza uno prueba un buen embutido en algunos de los puestos instalados para expender estos productos. «Para que un país sea de verdad, al menos debe tener cerveza y una aerolínea. Ayuda si tiene equipo de fútbol o armas nucleares, pero lo mínimo que necesita es cerveza», dijo Frank Zappa.

La cerveza no entiende de razas o credos. Tanto es así que hasta Lutero fue un propagandista de tan apreciado líquido, que algunas latitudes se bebe fría y en otras tibia o caliente. En Irlanda, la cerveza es religión de protestantes y católicos.

El cerveceo o cervecismo es un rito y una costumbre, un alegre proceder delante de una barra o grifo, en bar o en casa, en buena compañía o con la sola compañía de unas aceitunas, aloreñas por ejemplo. Pocos alimentos combinan tan bien, potenciando uno el sabor del otro. En el concurso anual de aliño de este año en Alozaina, que uno presenció, los doctos del lugar, el jurado, ya nos indicó a los profanos la conveniencia de beber un buen trago de cerveza entre cata y cata, entre aceituna y aceituna. Lo malo o bueno de esto es que el apetito se abre y ya sólo queda uno en paz con un plato de callos o una paella o un buen chuletón.

Las oktoberfest han proliferado a imagen de la original, en Munich. Estuve una vez. Hace muchos años. De mochilero. Entonces no me gustaba mucho la cerveza. O sea, podía tomar un poco pero no, por ejemplo, un litro de una sentada. Cuando me dirigí a uno de los stands y le pedí a una teutona una cerveza en un alemán como de Jaén me dijo que no. No entendí. Le señalé uno de los vasos del estante y un paisano (paisano mío) que oyó el atisbo de conversación me dijo que la chica me estaba explicando que el vaso de medio litro era sólo para los refrescos. Así que pedí la medida aconsejada. Un litro. No recuerdo si me maree. En realidad recuerdo poco de ese viaje, por eso querría ir de nuevo.

Todos los años (no) voy a Munich. Es ya toda una tradición. Lo mismo que me pasa con los Sanfermines, que llevo toda la vida queriendo ir y ya es una tradición no poder ir. Temo acudir un año y que la tradición rota me traiga mala suerte. Aunque bien pensado esa mala suerte no puede consistir en que me pille un toro. Si vuelvo alguna vez a Munich tal vez la chica que me creyó un pusilánime sea ya una señorona con una hija que beba cervezas de litro y acuda a los Sanfermines y se arredre cuando le tiendan una jarra de un litro de calimocho. O tal vez esa hija suyo ha venido alguna vez a la Costa del Sol y la he tenido al lado en un pub. Ambos bebiendo una pinta y sin saber ni ella ni yo que un día hablé con su madre. El destino tiene estas cosas. Y la cerveza, no digamos.

Una conocida marca de cerveza hace una encuesta todos los años. La pregunta es con quién se iría usted de cañas. A mí nunca me han preguntado, así que se han quedado con las ganas de saber que me iría con mi actriz, mi futbolista y mi escritor preferidos. Todos ellos mezclados con mis amigos de toda la vida. Sería como un sueño. Un sueño cervecero en el que estaría también el camarero de confianza, ese que sabe cuando servirte la segunda cerveza sin que tengas que pedirla. El otro día lo vi en Torremolinos, por cierto. Tiene una novia en Munich.