Sí, yo fui Richard Ford. Un tiempo. Quizás la concesión del premio Princesa de Asturias al creador del personaje de Frank Bascombe haya sido una de las noticias que más he celebrado en los últimos meses. Y culmina una larga relación que ambos hemos mantenido (bueno yo con él, seamos sinceros) a lo largo de casi dos décadas. Gracias a esa proximidad, yo pude ser Richard Ford. Cuento el caso, a riesgo de que me acusen de suplantarle.

Supe de Ford por casualidad, gracias a una antología del cuento norteamericano prodigiosa seleccionada por él y que constituyó para mí, durante mucho tiempo, una guía literaria fundamental, aunque Carver, Tobias Wolff, Flannery O’Connor o John Cheever ya habían llegado antes. En aquel volumen el propio Ford incluía un relato suyo: Optimistas, extraído del libro de cuentos Rock Spring. Ya sé que puede parecer muy poco ortodoxo que el antologuista se incorpore a la selección, pero a Ford todo se le permite.

Caí rendido poco después ante El periodista deportivo porque ambos nos buscábamos. Su lectura coincidió con el momento en el que mi primer matrimonio se desmoronaba y encontré una guía vital en aquellas páginas, salpicadas de dolor, desorientación y sostenida esperanza. Allí conocí a Bascombe, con su aparente tristeza y su sabiduría cotidiana: no es un tipo de grandes revelaciones sino de pequeñas verdades que te permiten seguir adelante. Aunque la novela se había publicado en 1986 y no había llegado a España hasta 1990, sucedía que en aquel verano de 2006 ambos confluíamos. Yo estaba tan necesitado de afrontar un «Periodo de Existencia» como el que Frank me iba dibujando que no dudé en seguir sus pasos hacia «El día de la Independencia» y «Acción de Gracias». Durante todo ese largo camino me entretuve con todo lo que salía de la pluma de Ford.

No sé si intentaba buscar respuestas de algún modo; tampoco puedo afirmar que las haya encontrado. Pero sí he comprendido con los años que muchas de las reflexiones de Bascombe han pasado por mi cabeza en algún momento. En cierto modo me han permitido alcanzar también un estado de satisfacción con los instantes en apariencia intrascendentes, y eso resulta suficiente para enterrar cualquier angustia por el desencanto y la muerte de las ambiciones. Es algo a lo que tarde o temprano te enfrentas. Bascombe lo hizo antes que yo. Y yo fui aprendiendo con lo que él me contaba.

Pero el objetivo de este texto era contar cómo por fin logré ser Richard Ford. Al tiempo que le descubría también eclosionaba la red social de Facebook. Comenzaban a surgir algunas páginas sobre personalidades, escritores o artistas. En muchos casos no estaba claro quién las gestionaba. Comprobé que Richard Ford no tenía ninguna referencia a la que pudieran dirigirse todos los que le leíamos, así que creé una página con su nombre, subí unas fotografías de las portadas de los libros suyos que tenía en casa, añadí cuantas reproducciones de ediciones de obras encontré por internet y colgué algunas entrevistas.

De tanto en cuanto, cuando encontraba alguna referencia a Ford la incorporaba a su página y casi sin percatarme aquel espacio comenzó a llenarse más y más de aficionados de todo el mundo que añadían comentarios sobre los libros que habían leído. Empezaron a contarse por miles y cada vez que entraba en aquella página de Ford que yo gestionaba descubría, a ojos de otros muchos, nuevas perspectivas sobre Bascombe. Viví, por ejemplo, la inquietud y las ganas de sus seguidores ante la inminente publicación de Acción de Gracias.

Quizás por el instinto de agradecer todo aquello le di un «me gusta» a algunos comentarios. Y los comentaristas comenzaron a creer que el propio Ford era quien les tocaba con un ‘clic’ mágico.

Hasta que, cierto día, escribí: «Hello».

Las reacciones se produjeron de inmediato. Me pidieron el contacto de mi agente para programar una conferencia, algunos tipos se empeñaban en darme premios, otros enviaban mensajes contándome sus proyectos de novela. Hubo quien me declaró su amor. Consciente de que aquello iba camino de convertirse en un lío contacté por correo electrónico con la editorial de Ford para comunicarles que yo gestionaba la única página de Facebook con su nombre, que gustosamente se la regalaba y que no sabía muy bien qué hacer con toda aquella gente.

Nunca obtuve respuesta. Algunas noches regresaba a aquella página en la que miles de lectores se habían quedado huérfanos. Si añadía el enlace de una entrevista publicada en cualquier periódico, el mar en aparente calma de los comentarios hervía de nuevo.

Y otro día escribí: «Thank you».

Me agasajaron con elogios a mi humildad, a mi cercanía, a mi talento como escritor que sabía aún mantener una vida sencilla. Descubrí a personas que decían conocerme, que habían coincidido conmigo en tal o cual presentación, o me señalaban a otras personas que supuestamente eran el nexo que nos enlazaba.

Pensé en borrar la página, pero temí que los lectores lo creyesen una traición. ¿Cómo iba Richard Ford a desaparecer así por las buenas sin explicarse? Así que al final opté por tratar de olvidarme de ella.

Pasados unos meses Facebook me hizo llegar un amable mensaje que no incluía ninguna advertencia sobre mi posible entrada en prisión. En él me comunicaba que la persona que realmente tenía la identidad a la que refería la página había reclamado hacerse cargo de ella. Y dejé de tener el control. Al menos, pensé, Ford ya sería Ford y se dedicaría a borrar todas aquellas fotografías para colocar las realmente buenas y eliminaría aquellos comentarios del imbécil que había tratado de sustituirle. Sé que la página actual de Richard Ford, verificada, es la misma que yo creé. La prueba es que quien hoy es mi segunda mujer le dio «me gusta» cuando era yo quien la gestionaba, y ahí permanece. Su «me gusta» sigue en la página actual.

Así que, sí, fui Richard Ford un tiempo; un tiempo en el que yo también transitaba (aún lo hago) por mi propio Periodo de Existencia.

Lo triste es que siendo él sólo fui capaz de escribir dos cosas: «Hola» y «Gracias».

Tampoco crean que he escrito nada mucho mejor desde entonces.