Vamos camino de ser peritos en pronósticos. De un tiempo a esta parte todos los profesionales turísticos de pro vamos a la caza de datos, indicios, sospechas, señales... que con sus fulgentes focos nos alumbren las seseras. Andamos, como Benedetti, coleccionando pronósticos y anuncios y matices. Es como si, de pronto, nos hubieran crecido antenas de señales tarotistas, repetidores de signos hermenéuticos, transductores de impulsos proféticos y radares de presagios mágicos. Nuestra voracidad predictiva de cualquier tipo empieza a ser tal, que da miedo. Diríase que nuestro proceso de intelección y nuestra capacidad sapiencial se han desbordado... Ahora no es nada raro ver ofertas de cursos y postgrados de predicción para dar luz a la papiroflexia turística, la vainica hotelera, la endoscopia gastroturística... Por haber, no se lo pierda, paciente lector, hasta parece ser que hay un Máster en Vislumbres pensado para que las personas con deficiencias de visión tengan acceso al mundo sutil de las predicciones. Me lo contó hace poco un amigo cecuciente.

Aunque siempre a base de sobremorir un poco, en cada futuro solo cabemos los capaces de sobrevivir hasta entonces. Por eso lo del peritaje en barruntos, sobre el papel, parece una buena idea, pero, no sé por qué, me da que si todos nos dedicamos a lo mismo, no quedaremos almas a las que contarles las historietas y batallitas a las que nos conducen nuestras magníficamente científicas profecías. Todos en la tarima y nadie en el público, sinceramente, yo no lo veo claro... Además, ¿cómo lo pasarían algunos de nuestros entregados y desprendidos políticos profesionales -y adláteres-, sin oídos atentos que los escuchen ni perritos que les ladren vivas y loas en el auditorio? Quita, quita, tú..., que un mal rato de ese calibre algunos no podrían soportarlo. Pobres criaturas.

Estando, como estamos ya, en la ESAHAC (Era de la Sacrosanta Abstención Hasta Ahora Contenida), debiéramos aprovecharnos y reconocer que nuestra pulsión predictiva también merece, si no abstención, sí morigeración. Esto vale para todos los oficios, aunque yo, aquí hoy, me refiera al turístico. Estoy superconvencido-de-la-muerte de que si hace seis años, vía fogonazos divinos, algunos ciegos hubiéramos «sabido» los números con los que cerraremos el presente ejercicio turístico, muchos nos habríamos ocupado de ampliar «convenientemente» nuestra particular oferta alojativa y, de camino, como el que no hace la cosa, le habríamos dado un voluntarioso empujoncito a la capacidad global de oferta de la Costa del Sol. Y, con nuestras luces y nuestras cegueras, otra vez habríamos propiciado el espejismo económico y alimentado la sesuda e indestructible teoría del pan para julio y hambre para febrero, que tanto juego da a la tan maltratada estacionalidad, esa criaturita inocente a la que todos repudiamos, negándonos a aceptarla como lo que es: hija de nuestros deslices y de nuestros sucesivos affaires amorosos con el negocio, desprovistos de anticonceptivos fiables como son el sentido común y los buenos pronósticos, por ejemplo. La estacionalidad, que es sangre de nuestra sangre, no merece repudio, ni desprecio, ni desaire. Solo merece gestión. Eso es todo.

El hombre no es lo que dice, es lo que hace. El homo profesional turístico, también. Prescindamos, pues, de la tradicional grandigestualidad estólida de cada vez y asumamos nuestra realidad y nuestra responsabilidad. Siempre que asisto al recurrente circo en el que el gladiador de turno exhibe las armas con la que pretende enfrentarse a la fiera, la diabólica estacionalidad asesina, me pregunto: ¿qué armas elegiría si en nuestro pasado hubiéramos estado aun todavía más ciegos y hubiéramos preñado a nuestra Costa del Sol con el doble de unidades de oferta de las que ahora disfrutamos y sufrimos? Y siempre me entristezco, porque nos veo a toda la peña en el mismo circo, pretendiéndonos inocentes y silbando con disimulo para no reconocer que el hecho estacional es carne de nuestra propia carne y de nuestros instintos turístico-lascivos en un escenario joven, voluntarioso e inexperto, entonces, en el que la gobernanza turística era un palabro impronunciable y desconocido.

-Perdón, ¿gobernanqué...?- tal que así, más o menos.

Nuestro luengo recorrido vital, tan heroico unas veces como torpe otras, es testigo de cómo las luces del éxito nos dejaron ciegos varias veces. Ahora que la luz refulge, seamos sabios, moderémonos y apostemos por los vislumbres, que un buen vislumbre alumbra bien el camino y no ciega traicioneramente como los fogonazos, que son efímeros, siempre.