De los creadores de Gangnam Style, El pollito Pio y Opá yo viacé un corráh, llega el penúltimo y surrealista éxito musical: Pen Pineapple Apple Pen. Búsquenlo en internet, que yo se lo voy contando. Se trata de un breve y adictivo vídeo musical que no necesita más de cincuenta segundos para que usted se pregunte en qué ha malgastado su vida mientras un japonés espasmódico ha alcanzado el cielo polifónico con semejante atentado, pues si mezcla a Bruce Lee con Lauren Postigo y al resultante lo viste como a un Paco Clavel daltónico, créame, ni siquiera se acercará a Piko-Taro, el autor y protagonista del despropósito rítmico. Si a esto le suma una machacona base orquestada con el órgano Casio PT1 que le regalaron cuando era niño, y adoba todo ello con una sesuda letra que se limita a las palabras bolígrafo, manzana y piña, pues ya tiene usted el tema que ha reventado la gloria, qué digo la gloria, el Olimpo de los pájaros cantores.

Que el mundo se va a la mierda es algo tan obvio que no necesitan que yo se lo anuncie, pero es cierto que con canciones como esta, la condición humana se empeña con ímprobo esfuerzo en acelerar la velocidad del leñazo. Tal cual. Se contabilizan ya más de 200 millones de reproducciones en internet. Repito, 200 millones de reproducciones en internet, y no satisfechos con verlo, se cuentan por cientos de miles los imitadores orgullosos que comparten su plagio, alcanzando así el más difícil todavía, la parodia del esperpento, una grotesca cuadradura del círculo más disparatado.

Y no crean que se trata de una broma o que el artífice de este exabrupto se lo toma a cachondeo. Muy al contrario, el japonés en cuestión se autodefine seriamente como cantautor, quién dijo miedo. Una canción de tres palabras y se llama cantautor, con un par. Que tiemble Bob Dylan. Y es que el producto es tan sencillo y carente de artificio que brilla por su simpleza, siendo a buen seguro, visto el nivel cultural del personal, donde reside el acierto del invento. Puede que si el autor le hubiera sumado una palabra más, sólo una, hubiera convertido el pegadizo ripio en un trabalenguas demasiado difícil para un público que escribe con abreviaturas y emoticonos. Se conoce que, ante la duda, Piko-Taro decidió no jugarse el triunfo en pos del boom chaka chaka boom.

Llevo muchos artículos mostrando mi absoluta fascinación por el mundo oriental, pero no en plan taoísta ni a favor de los samuráis, o como esos que se quedan empanados con el incienso de olor a bambú. A qué diantres huele el bambú. Más bien me refiero a esos seres de ojos rasgados que día tras día se empeñan en demostrarme que no hay salvación posible a corto ni medio plazo para la raza humana. Hablo, cómo no, de esa ingente factoría de historias humanas que se apoderan de mi atención por increíbles que parezcan, naciendo todas ellas, qué curioso, en el imperio del sol naciente. Como la cancioncita de hoy o la moda ampliamente compartida entre las adolescentes niponas de impregnar sus tampones en sake e introducírselos por la sonrisa vertical para asegurarse una borrachera de órdago, o de muérdago, dependiendo de la afición privada que cada beoda tenga al rasurado inguinal.

Pero dos cosas tengo claras con el pueblo japonés: que no cambio el plato de los montes por el sushi, y el completo y orgulloso respeto a sus mayores, a sus tradiciones, a su Historia y a los símbolos que los representan. Innovan y avanzan al tiempo que transmiten su milenaria cultura, saben dónde van sin olvidar de dónde vienen. Y es que allí la dignidad no se hereda sino todo lo contrario. Si un japonés alcanza una distinción por algún acto destacable, ese honor experimenta un empuje vertical y hacia arriba en el árbol genealógico porque esa sociedad entiende que el homenajeado es fruto de una educación y un respeto recibidos.

Aquí, en cambio, doscientos jóvenes anormales y enmascarados impiden un acto democrático exhibiendo pancartas filo etarras a las puertas del Aula Magna Tomás y Valiente de la Universidad Autónoma de Madrid, golpeando las puertas, empujando e insultando a los asistentes, y amenazando a los periodistas en un foro tradicionalmente levantado para la divulgación del conocimiento y el amor a la sabiduría. Y no pasa nada, oiga.

Y yo malgastando 700 palabras en convencerles de que somos mejores que los japoneses. Seré estúpido. Cómo era eso, ah sí: I have a pen, I have an apple, apple pen.