Cementerios y buen humor, por Plácido Cabrera Ibáñez

Dentro de unos días se celebra la fiesta de Todos los Santos. Le sigue la de los Difuntos. En esos días los cementerios son frecuentados por multitud de personas para recordar y rezar por sus seres queridos. El escritor Hans Christian Andersen, en su libro de cuentos, publicó uno con el título Buen humor. El autor es hijo de un cochero de pompas fúnebres y reconoce que su padre le dejó «en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, me llevo siempre el periódico». El periódico «y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor». Dice que cada una de las tumbas «es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene». Al pasear por el cementerio, «detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentita y aún algo más, pero se tomaba el mundo demasiado a pecho. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba». Un poco más adelante, «Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello». En otro lugar: «Descansa aquí -¡esto sí que es triste!-, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó». Más adelante: «Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!» Continuando con el paseo: «Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos». Y aquella otra: «Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo». Por último, «Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: ‘Es así’, si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: ‘Pues yo lo he oído de otro modo’, su afirmación era la única fidedigna». San Josemaría Escrivá de Balaguer escribió en el nº 885 de Surco: «¡No me hagas de la muerte una tragedia!, porque no lo es. Sólo a los hijos desamorados no les entusiasma el encuentro con sus padres».