La vida llueve. La vida moja desde arriba y empapa, aunque uno tenga la precaución de ir con un paraguas abierto y un chubasquero ajustado, la ropa, el calzado, la piel, las gafas, todo. Lluvia calma, lenta y suave en ocasiones. Lluvia salvaje, desatada y furiosa en otras. Lluvia que produce ensoñaciones de delfín, sirena, batracio o anémona (cada cual preso de sus mitos y de sus condiciones históricas) y lluvia que se ensaña con uno, sin resquicio para el sueño o los símbolos y sin tregua posible, como un ejército ebrio de lanceros a caballo. La vida llueve y las palabras que la nombran gotean. Es fácil, por tanto, que la confundamos con las lágrimas, pero no: la vida llueve desde lo alto, precipitada y fiel a la ley de la gravedad, no desde dentro, desde la conciencia o los sentimientos o las esperanzas, que cuando duelen inundan lagrimales y ahogan corazones.

Esta vida que llueve sin cesar, en un diluvio universal que lleva milenios inundando el mundo, queremos represarla, engañarla con tejados inclinados protegidos con tela asfáltica, ponerla a trabajar en los sembradíos y en las botellas de plástico. Pero la vida no se deja. La vida es más lista que nosotros y siempre encuentra el modo de burlar las barreras hidrófugas (las de la arquitectura, la filosofía, la psicología, la literatura, la religión o la sociología) que interponemos entre ella y nosotros. La vida se abre camino por rendijas, agujeros, fallos estructurales, junturas mal selladas o, si hace falta, a la fuerza, empujando desde todos los lados con su fuerza descomunal de giganta entre los gigantes.

La vida llueve y nosotros no podemos eludir el compromiso de mojarnos que ella nos propone. No hay vida sin compromiso, sin mojarse uno en los asuntos del mundo. Asuntos urgentes y universales y asuntos íntimos que quizás no corran tanta prisa (o al revés, quién sabe). Porque la vida es eso: un pacto con la lluvia. Y más: un modo de ir construyendo, lluvia a lluvia, un chaparrón que no cese y que le de sentido a todo. Sin chaparrón no somos nada. Pero nada de nada por más que pensemos o nos hagan creer lo contrario. A las personas de verdad se las distingue porque van dejando un reguero de agua vertical hagan lo hagan, vayan a donde vayan, digan lo que digan o sea cual sea su apariencia y sus circunstancias. Porque crean rieras tintineantes, porque provocan riadas, porque salpican a los que se aproximan a ellas, porque las ramas se rompen a su paso y los cristales de las ventanas tiemblan, porque hacen que las calles de las ciudades se ensimismen en intensidades y misterios, porque borran los caminos y, al hacerlo, nos obligan a trazarlos de nuevo (y así esos caminos serán libres para ser nuestros y no un laberinto que nos encierre), y porque hacer sonar las alarmas de un cuerpo que se despierta de pronto y afina sus sentidos al máximo.

La vida llueve y las personas vivas, también. Chaparrones de distinta duración y virulencia los de cada uno, los de cada periodo (décadas o segundos), casi los de cada parte del cuerpo o del alma. Gozoso chapoteo en los charcos que nos propone la existencia. Inmersión a cuerpo descubierto en lo real. La alegría incontenible de rebosar y de ser rebosado, de resbalar en alguien mientras alguien resbala en uno. Monzones sobre los campos interiores. Merecernos ser nube en vez de cemento, adoquín, roca impertérrita. Llueve, llovemos: que a nadie se le ocurra ponerse a resguardo.