Para el historiador John Lukacs vivimos en un mundo tan definido por el materialismo como por las ideologías. O, lo que es más peculiar, a medida que nos volvemos más materialistas también dependemos más del cúmulo de ideas que nos sustentan. Se trata de lo que los posmodernos definen como discurso o narrativa y que hace que, para algunos, la vida en una democracia consolidada -como la española- sea insoportable; o que el sentimentalismo genere derechos -y, por tanto, realidad-; o que casi se equipare la demoscopia con la moral pública. Son las ideologías las que movilizan la corrección política, las que sustituyen unas creencias por el otras, las que promueven las campañas contra una cosa o su opuesta (antes el tabaco, ahora el azúcar), las que en definitiva cargan de un contenido positivo o negativo las realidades que nos afectan. La paradoja es que, si nos hemos vuelto materialistas, esta materia se nos aparece de un modo simbólico, esto es, espiritualizada.

El último ejemplo de este proceso es el dinero. De la Antigüedad, en la que el valor monetario se asociaba al de algún tipo de metal precioso -ya fuera el oro o la plata-, a la abstracción del papel moneda se ha recorrido un largo camino. Pero ahora una nueva transformación está en marcha y consiste en sustituir los billetes y la calderilla por dinero electrónico, ya sea a través de tarjetas o aplicaciones de móvil. La desaparición del efectivo no resulta un problema técnico sino que depende de decisiones políticas y económicas. Es cuestión de tiempo que se lleve a término de un modo definitivo este cambio y seguramente será dentro de poco.

Las ventajas de una sociedad sin metálico parecen obvias. La primera -no sé si la principal- es la lucha contra el dinero negro y las finanzas opacas. En un reciente ensayo, The Curse of Cash, el economista Kenneth Rogoff observa cómo en su mayor parte el montante en efectivo -especialmente los billetes grandes- lo atesoran las mafias mundiales y las principales redes de blanqueo de capitales, que escapan a la vigilancia del fisco. Cabe pensar que la obligación de utilizar la electrónica para realizar todo tipo de transacción facilitaría el control de las actividades criminales, además de mejorar el estado de las cuentas públicas. En países como los del norte de Europa, este proceso de eliminación del papel moneda se encuentra ya muy avanzado.

No podemos obviar de todas formas el reverso de esta medida, que sería una mayor pérdida de la privacidad. La transparencia absoluta, esa especie de desnudez que se nos vende como garantía de no se sabe muy bien qué, nos convierte en números codificados del Big data. Los smartphones registran cada paso de nuestro día a día; Internet sondea nuestros intereses; las transacciones electrónicas llevan la contabilidad de nuestros lujos y miserias, de nuestros vicios y virtudes. Se dice que cuatro o cinco «me gusta» en Facebook resultan suficientes para trazarnos un perfil psicológico. Es posible que sea así. si nos lo creemos… Pero, en todo caso, este proceso no tiene vuelta atrás: nos convertimos en ideas y en números a medida que dejamos registradas todas y cada una de nuestras actividades. Si la Edad Moderna -que nació hacia el siglo XV y conoció su apogeo con la expansión de la burguesía- se ha caracterizado por una privacidad íntima y recogida, nuestro tiempo refleja el color traslucido de la transparencia. Por supuesto, al ir desnudos perdemos parte de nuestra libertad. Aunque nos creamos lo contrario.