Alma a quien todo un dios prisión ha sido, / venas que humor a tanto fuego han dado, /médulas que han gloriosamente ardido, / su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado".

Francisco de Quevedo, del soneto Amor constante más allá de la muerte. Tal vez estos dos tercetos de uno de los poemas más impresionantes de la historia ilustren la fachada de algún tanatorio con horno crematorio, así como alguna lápida de cementerio, en forma de epitafio. A título práctico, Quevedo habla precisamente de un cierto cuerpo consumido, pero, sobre todo, ensalza el valor de la carne reducida a cenizas, ya que amó y fue amada.

Nunca se había representando tan minuciosamente el cuerpo humano antes del Barroco y, sin embargo, pesa en la época la máxima de que «los enemigos del alma son tres: el mundo, el demonio y la carne». Pese a que la unión de cuerpo y alma, sin desprecios, es doctrina esencial de cristianismo, al igual que del Antiguo Testamento y del Judaísmo, se ha producido a lo largo de los siglos una cierto movimiento pendular entre el cuerpo ennoblecido y el cuerpo despreciado (principalmente el de la mujer). En éstas estábamos cuando el Vaticano ha hecho pública una instrucción sobre la sepultura o la conservación de las cenizas. En síntesis, el documento determina que es preferible el enterramiento de los difuntos, aunque la cremación no es rechazada. Ahora bien, las cenizas resultantes no han de ser aventadas, ni conservadas en el domicilio familiar, ni convertidas en joyas, sino conservadas en un lugar sagrado. En definitiva, ya sea consumido bajo tierra o reducido a cenizas, el «cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido». Ha sido inmenso el número de comentarios y conversaciones al respecto que se podían escuchar estos días por todas partes. Por una parte, ha operado el pimpampum habitual con toda prescripción de la Iglesia. Y, sobre todo, con una frase pronunciada por el cardenal Müller: «Los muertos no son propiedad de los familiares, forman parte de Dios y esperan en un camposanto su resurrección».

Nos han contado que, al oír esto, una señora se presentó acongojada ante su párroco y le enseñó la joya confeccionada con las cenizas de su marido gracias a la llamada industria del diamante humano, que toma unos 500 gramos de los tres kilos de cenizas que deja una cremación y los transforma en un diamante.

El párroco no pudo decirle mucho a la señora, salvo que, una vez hecho, ya no había retorno y que cuidara de la joya de su difunto esposo. Sin embargo, el argumento del Vaticano acerca de que la urna conservada en casa o una joya pueden perder sentido en cuanto desaparezca la generación inmediata al difunto no se compadece con la realidad palpable de que también las tumbas de los cementerios caen en el olvido y la desatención al cabo de los años («¡qué solos se quedan los muertos!»). Más aún: cuando empezaron a funcionar los hornos crematorios, algunas familias entregaban el cuerpo y ya no se preocupaban de recoger la urna cineraria.

Pero el caso es que el documento del Vaticano viene servido con perfecto razonamiento sobre el cuerpo según las creencias y dogmas del cristianismo. Frente a un arranque subjetivo, la Iglesia plantea el hecho objetivo de que, si ningún vivo es dueño de otro vivo, tampoco lo será de un muerto. De hecho, los hombres ni siquiera son dueños de sí mismos, si no que pertenecen a Dios.

No obstante, sin quererlo, el documento deja una puerta abierta al decir que las cenizas de la cremación no frenan la omnipotencia de Dios para resucitar a los muertos. ¿No será entonces esa misma omnipotencia capaz de operar sobre unas cenizas aventadas, y sobre una urna o tumba olvidadas, o sobre el polvo enamorado que la viuda conserva?