El cine siempre nos acompaña en cualquier paso que damos: hacia ninguna parte y al propio destino. La gran pantalla de nuestra ciudad sigue proyectando, en una sesión continua con adolescente atmósfera, un sinfín de fotogramas convertidos en escenas cotidianas, las cuales nos hacen ser protagonistas serviles de un guión escrito por los otros, quienes degustan el sabor de la tragicomedia con una sapidez insustancial. Son realizadores de unas cintas siempre filmadas en un negativo poco luminoso.

La filmoteca de la reminiscencia va serpenteando personajes convertidos en héroes maquillados de rostros de campeadores y semblanzas con un contenido irresoluto. La conmemoración a los Fieles Difuntos -Día de los Muertos- me traslada a películas de color otoñal y a sobremesas de sábados, renovadas entre galletas con nombre devocional, María, y mantequilla Lorenzana. Esa colección de recuerdos siempre nos acompaña como aquel álbum Vida y Color de nuestros primeros cromos, los cuales me hacían descubrir un mundo lejano, salvaje, exótico y al tiempo tierno.

Así es, el microfilme de nuestra existencia insiste en elegir siempre a una primera protagonista: la memoria. El culto a los antepasados -no finados- nos implica en ese recurso vital del acercamiento a la reverencia de los predecesores, quienes habitaron lugares hoy inexistentes o que hallan su demolición: El Astoria, La Mundial...

Los ancestros, según diferentes doctrinas las cuales viajan desde Japón pasando por la China confucia, atravesando África y alojándose entre los nativos americanos, vuelven a reclamar su presencia. El escritor de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust, nos incita ante tanta asolación: «Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones». Dichosa jornada de evocación.