Cuántas veces he podido oír eso de «ya no juego al baloncesto porque he perdido la ilusión». Para muchos puede ser lógico oírselo decir a un jugador profesional, cansado de tantos viajes en autobús y harto de cruzarse media Europa cada dos semanas para jugar en la otra punta del continente durante muchos años. Pero lo que a mí verdaderamente me preocupa es escuchar decir todo eso a un chico o una chica de apenas 14 ó 15 años. Si alguien con esa edad es capaz de decir que no tiene ningún tipo de ilusión por el balón naranja es cuando hay que alarmarse, porque muchos factores pueden estar influyendo en una decisión tan madura y tan consensuada.

Tengo la suerte de que nunca he tenido que ponerme en la tesitura de que una jugadora abandone por la fuga de uno de los sentimientos más bonitos que hay en este deporte. La ilusión mueve fronteras y en muchos casos también mete canastas. ¿Por qué se llega al punto del abandono por esta razón? La pasada semana asistí a una charla sobre ello durante más de dos horas en la que aprendí cosas que yo no sabía o no entendía. Quizá simplemente ni me las había planteado, pero al verlas con tanta cercanía abrí los ojos. Todo se resume en tres situaciones.

La primera de ellas viene cuando alguien no se siente parte activa del equipo. Esto suele pasar en muchas ocasiones, sobre todo con aquellos que han empezado a practicar el baloncesto un poco más tarde que sus compañeros. Muchos entrenadores -como Francis Tomé comentó en esta misma ventana no hace muchas fechas- no le hacen demasiado caso a ese tipo de chicos o chicas que tienen más deficiencias técnicas que otros, que vienen dadas simplemente por haber entrenado menos a lo largo de su vida. Ahí es donde éste tiene que hacer hincapié y seguro que a ellos hay que prestarles un poco más de atención, incluso personalizarla en ciertos momentos para que puedan llegar al nivel de los demás o acercarse poco a poco. Seguro que ellos son los que tienen más ilusión por formar parte del equipo y poder disputar algunos minutos cada fin de semana. El hecho de ser el mismo descarte cada sábado hace que esa ilusión que se tiene se acabe perdiendo.

Otra de las circunstancias aparece cuando no se encuentra química entre los componentes del equipo. A estas edades, en la adolescencia, es muy importante que todos los miembros sean compañeros, pero también es esencial que sean amigos. Hay que ver al que está al lado como alguien que se va a partir la cara por recuperar un balón que a ti se te ha escapado o como alguien que va a saltar del banquillo como una moto cuando anotas un triple en pleno partido. Cuando en un banquillo no hay buena sintonía, cada jugador hace la guerra por su cuenta y nadie hace nada para remediar eso, la ilusión por trabajar juntos y ese gusanillo de querer que llegue cada entrenamiento para pasarlo bien, trabajar y estar juntos, se esfuma a las primeras de cambio.

Por último, otra de las cuestiones que aprendí, se refería a que si el entrenador, que es el que tiene que estar a pie de cañón durante 10 meses sin perder las ganas se cae al suelo y no es capaz de levantarse, mal vamos. El entrenador es el primer capitán, el que debe ser motivador y además educador. Si no consigue que el grupo siga el camino que él marca la cosa no puede ir bien en ningún momento. Siempre tiene a un grupo de jugadores que sí están en su misma sintonía, pero si no consigue que todos se metan en el mismo saco y los entrenamientos se suceden cada día sin orden, sin coherencia y sobretodo, sin que terminen con el equipo satisfecho y feliz, al final a los que sienten este deporte como algo maravilloso se les acaba abriendo la ventana de la desilusión y buscan una vía de escape que no es otra que abandonar. Porque es muy duro escuchar eso de «no quiero sentirme bien solo cuando gano, ni sentirme mal cuando pierdo. Eso no es lo que yo espero del baloncesto ni de mi equipo».

Algunos dicen que huir es de cobardes, pero yo soy de los que piensan que cuando esa sensación de estar perdiendo el tiempo te azota y agobia es cuando hay que ser valientes y honestos con uno mismo. El tiempo es oro y quizá, en algunas etapas de la vida, no estemos para dejar que se escape.