El profesor israelí Yuval Noah Harari, autor del fascinante «De animales a dioses. Breve historia de la Humanidad», dice que dentro de cuarenta años el 90 por ciento de los ciudadanos dejará de ser útil y no tendrá trabajo. No porque no lo encuentre o el trabajo haya dejado de existir, sino porque correrá a cargo de las máquinas. Esta nueva «casta de inútiles» sustituiría al proletariado que nació de la revolución industrial del siglo XIX. Para Harari, el desarrollo tecnológico dejará obsoleto al homo sapiens. A su juicio, los hombres caminan hacia los dioses pero, al igual que ellos, sin que esté garantizada su utilidad productiva en el futuro.

Estos vaticinios del historiador que se anticipa a la historia hacen que nos hagamos últimamente más preguntas que nunca sobre lo que le espera a la Humanidad. Harari no se arriesga demasiado en su pronóstico porque no hace falta tener una cabeza privilegiada como la suya para adivinar por dónde van los tiros. Observar el progreso de las máquinas, los dispositivos y herramientas que se han ido adueñando de nuestras vidas basta para convencernos del poco futuro inteligente práctico que nos queda. Harari admite, no obstante, que es la primera vez en la Historia que no conocemos que pasará dentro de cincuenta años, salvo esa idea desasosegante de la inutilidad que nos persigue por culpa de la robotización.

No sabemos tampoco cómo podrá administrarse sociopolítica o económicamente la sociedad puesto que no existen antecedentes, pero sí empezamos a ser capaces de percibir que la grieta entre las élites del poder y el resto de los «mortales-dioses de Harari» va a ser presumiblemente cada vez más grande. La capacidad de respuesta de los «seres inferiores» ante esta revolución de las máquinas, como es natural, se desconoce. Todo depende, cabría pensar, de las condiciones ambientales y de las circunstancias económicas vitales.

El filósofo, sociólogo y teórico de la cultura, Slavoj Zizek, se ha apresurado a reinterpretar lo que viene después del fin de la Historia que, a principios de la década de los noventa del siglo pasado, predijo Francis Fukuyama con el resultado ya sabido. Para Zizek consistirá en una división radical entre pobres y ricos mucho más marcada de la que hasta el momento conocemos. La biotecnología y los algoritmos informáticos se unirán para trasladarnos un novedoso concepto de la diferencia de clases, y los poderes dominantes pertenecerán cada vez más a una raza aparte. El resto de la Humanidad se compartimentará en categorías biogenéticamente reguladas.

El individuo libre, si es que realmente existe alguien así, está amenazado por tecnologías concretas que contribuyen a hacernos más fácil la vida pero que, a la vez, se han convertido en la mayor amenaza para la utilidad futura del ser humano, como ha escrito Yuval Noah Harari.

En su reciente libro, Historia del mañana, el profesor israelí se refiere a la revolución genética del cuerpo e incluso a la vida eterna que ya exploran como posibilidad en Silicon Valley. A la muerte considerada como un problema técnico que en el futuro tendrá solución. No se trata de ciencia ficción, en cualquier caso no más que la proletarización de las masas sacudidas por el avance tecnológico y convertidas en inútiles para la sociedad al cabo tan sólo de cuarenta años. La revolución del ser humano para alcanzar el techo de los dioses o el suelo de los desfavorecidos alejados de la burbuja de la opulencia.