¿Qué es lo que está sucediendo para que un megalómano inestable y xenófobo que no paga sus impuestos y presume de depredador sexual mantenga opciones de convertirse hoy en el cuadragésimo quinto presidente de la primera democracia del mundo? George Packer, autor de El desmoronamiento, la obra de periodismo que mejor ilustra las claves de treinta años de declive americano, recordaba no hace mucho, invocando a Disraeli y su teoría de las naciones divididas, cómo en Estados Unidos existen dos sociedades que no se tienen simpatía, opuestas en pensamiento, cultura, hábitos y sentimientos, que viven tan alejadas la una de la otra como si habitaran diferentes planetas. Alguien dirá que siempre ha habido división: un mundo de ricos y de clases medias acomodadas, otro de pobres. Puede también que en Estados Unidos la brecha haya sido todavía mayor debido al esclavismo, la inmigración masiva, la guerra civil o el odio racial: el problema es que en la actualidad en medio del abismo se ha colado un predicador populista, en parte vendedor de crecepelo, dispuesto a comerciar con una mercancía averiada y sacar provecho. La demagogia y el mesianismo son los mecanismos del fraude político que mejor resultado suelen extraer del miedo, la desesperación y el cabreo. Donald Trump ha sabido manejar como nadie, de modo fulero, lenguaraz y jactancioso, esos estados de ánimo de la América blanca que se considera despreciada por el condescendiente cosmopolitismo liberal y, a la vez, hacerla creer que parte de la culpa de lo que les sucede se debe a los inmigrantes que escarban en los restos de la economía y detraen recursos. No es un caso único el de Trump, aunque agravado por la enorme grieta americana. El populismo se ha extendido por Europa y otros lugares, con sus mil caretas, a derecha y a izquierda. En la era de la información, el mensaje que engancha es el del vociferante malhumorado que vende soluciones imposibles.