Dentro de dos años se celebrará en toda Europa el primer centenario del Armisticio del 11 de noviembre de 1918. Fue el día en el que los cañones enmudecieron en los frentes de batalla de la Primera Guerra Mundial. Barro y sangre. La sangre de millones y millones de jóvenes soldados y de civiles que dieron sus vidas para que aquella guerra - la que acabaría con todas las guerras del futuro - fuera la última de la historia.

No pudo ser. 21 años después comenzaron los horrores de la otra gran guerra. A la que llamamos la Segunda Guerra Mundial. Se superaron rápida y ampliamente las atrocidades de la primera. A partir de septiembre de 1939 era obvio que la paz de 1918 en realidad había sido una especie de intermezzo entre dos guerras terribles. Entre las dos llenaron de sangre, sudor y lágrimas gran parte de la orografía del planeta. Sus ecos y sus reverberaciones siguen estando cerca de nosotros. Más cerca de lo que pensamos.

Lo vio con una elocuente claridad un estadista británico, tan lúcido como valiente, el más importante del siglo pasado: Sir Winston Churchill. En su discurso en la Universidad suiza de Zurich del 19 de septiembre de 1946 dijo: «El primer paso de la recreación de la familia europea debe ser la colaboración entre Francia y Alemania. Solamente de esta forma podrá Francia recuperar el liderazgo moral de Europa. El renacimiento de Europa no podrá ser posible sin una Francia espiritualmente grande y una Alemania espiritualmente grande.»

Así fue. El milagro de la Unión Europea lo confirma. Por eso fue deprimente, en la madrugada entre el 8 y el 9 de noviembre la felicitación que envió la populista francesa de la derecha más extrema, Marine Le Pen, a su confrère del otro lado del Atlántico, Donald Trump. Tres horas antes de la confirmación de su triunfo presidencial. Como fue deprimente ver y oír a un servil Farage, el líder del ala más tabernaria de los brexistas británicos, en uno de los actos electorales de la campaña del ahora flamante caudillo norteaméricano. El día después del Election Day del 8 de noviembre vimos al mismo personaje del Brexit celebrando como propio el triunfo de Trump.

Dadas las fechas en las que estamos, Farage lucía en la solapa de su chaqueta, bien visible, la famosa amapola que los británicos llevan estos días en recuerdo y homenaje a los soldados británicos caídos por su país en la Primera Guerra Mundial. Y ahora también en honor de los de la segunda. La amapola, que inicialmente simbolizaba la paz que regresó en aquella primera primavera después de la guerra, a los ensangrentados campos de Flandes. Lo confieso. Me pareció sacrílego el ver ese símbolo, sagrado para muchos europeos, en la solapa de alguien como el señor Farage.