Huyamos de tremendismos. Primero, Donald Trump ha ganado con claridad en el colegio electoral pero ha tenido 200.000 votos menos que Hillary Clinton. Ha sorprendido (las encuestas no lo preveían), pero no ha arrasado. Segundo, tras ocho años de Obama en los que Estados Unidos ha salido de la recesión (4,9% de paro) pero sin alegrías salariales, la alternancia era una opción. Reforzada sin duda porque en América el éxito es muy admirado y Hillary tenía algo de perdedora. El Obama del «Yes we can» ya la derrotó en las primarias del 2008.

Pero hay más razones. Trump ha ganado repitiendo el slogan «Hagamos América grande otra vez». Hay nacionalismo y deseo de cambio. Pero, ¿cómo ha podido vencer un magnate del inmobiliario que negaba los derechos de las minorías y que exhibía un respeto casi nulo por las libertades? Cristopher Caldwell, un columnista del derechista «Weekly Standard», dice que Trump ha sabido «leer bien» al electorado y que su campaña se ha basado «no en la ideología sino en la sociología». Si atacaba a Clinton por la derecha -como sus rivales republicanos- no ganaba. Tenía que levantar la bandera del patriotismo pero también la del populismo para sintonizar con los que no se han beneficiado de la globalización y que querían protestar. Por eso atacó el libre comercio (que lo que se fabricaba en América se haga ahora en China), la inmigración ilegal que desafía la supremacía blanca y las intervenciones y alianzas militares, que cuestan vidas y dinero mientras Europa, Japón y Corea gastan poco en sus ejércitos porque disfrutan -gratis- de la protección americana.

Intelectuales próximos han resumido el «trumpismo» a tres ideas: fronteras seguras y más cerradas, proteccionismo económico frente a países con menores salarios y «América primero» en política exterior. Por ello no ha dudado en criticar con fuerza -al menos en campaña- a los beneficiarios de la globalización (tradicionalmente grandes donantes republicanos) y empatizar con el sentir de los ciudadanos de a pie, maltratados por el declive de las industrias tradicionales.

Y ha jugado fuerte. Uno de sus partidarios confiesa que «prometer construir un muro contra la inmigración ilegal era un obligado guiño a los irritados con la inmigración». Y ha añadido salidas de tono contra la corrección política que han atraído el foco de los medios -que lo querían ridiculizar- pero que daban así fe que no era ni un político corrupto al uso ni un republicano elitista, más liberal pero exclusivista. Trump era rico pero no político.

Y con este populismo no ha perdido a la mayoría de votantes de su partido y ha seducido a trabajadores y clase media demócratas en estados como Ohio, Pensylvania y Michigan (recuerden el film «Gran Torino» de Clean Eastwood). Y no ha tenido peor resultado que Romney, candidato republicano del 2012, entre los negros e hispánicos. E incluso ha ganado a Hillary entre las mujeres blancas.

Dos notas finales. ¿Cómo han podido confiar 60 millones de americanos en un candidato que ha dicho cosas tan extravagantes, incluso repulsivas? Reagan fue un populista y robó votos a los demócratas, pero nunca pareció un payaso y midió mucho sus gestos. ¿Le ha favorecido la simplificación del mensaje de las redes sociales?

¿Qué pasará ahora? Si Trump hace lo prometido en su campaña, su presidencia será un gran fracaso. Si es un avispado oportunista pero pragmático en la toma de decisiones, será otra cosa. El mismo miércoles por la mañana un empresario amigo, Thomas Barrat, declaró al «Financial Times»: «lo que han visto hasta hoy es el candidato Trump que no gusta a los mercados pero lo que ha dicho en el discurso de aceptación (donde elogio a Hillary) es que el presidente Trump será conciliador y predecible». Los mercados le han creído. O quieren hacerlo.