Como me comenta un buen amigo estos días de conmoción mundial por las elecciones estadounidenses, los locos de un manicomio no eligen al psiquiatra que les va a tratar ni al director del centro donde están internados. Tampoco se elige por sufragio universal a los futbolistas que van a representar al país de uno en los campeonatos internacionales (ni siquiera a los que componen el equipo local). Ni a fontaneros, electricistas, albañiles, profesores, poetas, abogados, arquitectos, socorristas, cirujanos, vendedores, etc. Ni a los novios o novias o parejas de uno o de una. La mayoría de las cosas importantes de la vida no se someten a ninguna clase de votación. Y a todas les exigimos, a pesar de eso, que cumplan bien su cometido, que estén a la altura de lo que se espera de ellas, que demuestren su cualificación: que los futbolistas metan goles, que los cirujanos operen con acierto, que los arquitectos hagan casas que no se caigan, que los profesores impartan sus materias con conocimiento de causa o que los electricistas arreglen los enchufes sin mayores percances.

A los políticos, sin embargo, damos por supuesto cada vez más que da igual si son tontos o no, sin tienen experiencia o no, si han demostrado aptitudes para la cosa pública o no, si son honrados o no, si se expresan con decoro intelectual y ético o no. Ellos, que son los encargados de gestionar el patrimonio económico, legislativo, moral y social de los pueblos, pueden brotar de la nada (setas populistas, musgo demagógico, riadas totalitarias) y seducirnos para que le demos una papeleta o cientos de miles de papeletas de confianza. Ponemos nuestras vidas en sus manos sin antes examinarles a fondo, sin solicitarles que nos demuestren, como se hace para cualquier trabajo, que están formados y que son cabales. Lo vimos, entre otros decenas de ejemplos que se podrían poner, con Hitler, que fue elegido democráticamente, con Berlusconi, que ídem, y ahora con Trump, que ha conseguido animar a casi sesenta millones de ciudadanos, bastantes de ellos insultados por él, para gobernar el país más poderoso de la Tierra.

No se trata de cuestionar la democracia como sistema político sino de preguntarnos qué es lo que estamos haciendo mal para que esté tan de capa caída. Porque esta democracia de mínimos no es eso por lo que hemos luchado tan denodadamente desde hace tantos siglos. Esta democracia, ya no apuntalada sobre sólidos valores intelectuales y humanistas sino sobre la huera espectacularidad, el hartazgo hacia las élites dominantes, la globalización entendida como arma para despojar a los de abajo mientras se enriquece más a los de arriba y la banalidad como único horizonte de acción y de pensamiento, no puede sino empeorar el mundo y hacerlo más triste y más injusto. Justo lo contrario de lo que la democracia, como esencia y cimiento de la civilización contemporánea, nos había prometido, que no era otra cosa que un mundo más justo, más feliz y progresivamente mejor.

Una democracia, como digo, de mínimos es peligrosa (menos peligrosa, me apresuro a afirmar antes de que se me acuse de cosas raras, que cualquier otro sistema) y corre el peligro de ser fraudulenta. Lo será si los locos, que acaban de elegir a un psiquiatra sin diploma y a un director sin experiencia y le han dado instrumentos para usar ese poder según su capricho, no recuperan a tiempo un poco de su cordura y le obligan a estudiar las materias indispensables para ejercer ambas tareas con algo de dignidad. Veremos.