La elección de Donald Trump no puede entenderse si no se tiene en cuenta la irrupción del odio -un odio ciego, incendiario, destructivo- como elemento indisoluble del debate político, y no sólo en Estados Unidos sino en Europa y también en España. Aquí, entre nosotros, el espíritu de la Transición consiguió diluir el odio, pero en estos últimos años, justo cuando se está poniendo en solfa el régimen del 78, el odio está saliendo a la luz con una furia inusitada. El otro día vi una entrevista con el Gran Wyoming en televisión. Toda la entrevista destilaba odio, un odio tan tóxico como el veneno de una serpiente cascabel. Y lo peor de todo eran las mentiras y manipulaciones, todas tan desvergonzadas como las de Donald Trump. En un momento dado, Wyoming hasta llegó a decir que «el PP genera muerte», así tal cual, pero el entrevistador se lo dejó pasar tan tranquilo y nadie se atrevió a desmentirlo. Hasta hubo risitas y gestos de aprobación en el plató. Y eso que Wyoming es rico, tiene una novia guapa y hace lo que le da la gana. Si esto es así, imaginen el odio que sentirá un granjero de Virginia Occidental que pesa 128 kilos y tiene una mujer que pesa 153, y encima ha de sobrevivir con mil dólares al mes en un pueblo donde no hay ni supermercados ni tiendas porque todas han cerrado.

De repente el mundo se ha vuelto un lugar muy complejo y todos tenemos la extraña sensación de vivir a la intemperie. Y además, cada vez hay más gente incapaz de aceptar cualquier clase de frustración, por pequeña que sea, igual que los adolescentes enganchados al móvil y a su cuenta de Instagram. Y peor aún, millones de personas no saben distinguir ya la verdad de la mentira porque han aprendido a vivir mucho más a gusto rodeados de mentiras. Y si a eso sumamos la desaparición de un estilo de vida que creíamos inamovible, que está siendo sustituido por algo que todavía no sabemos muy bien qué puede ser, la sensación de desconcierto, de rabia y de simple locura se está extendiendo por muchos lugares que hasta ahora parecían a salvo.

En Estados Unidos, Donald Trump ha construido un discurso que halaga los oídos de mucha gente que desprecia a los poderosos y que no tiene ninguna confianza en las instituciones. Y ese discurso de bocazas suena a verdadero cuando se compara con la sosería impregnada de superioridad moral de la omnipresente «corrección política». Hace ocho años, el discurso de Obama era un discurso políticamente correcto, claro que sí, pero al menos estaba inflamado por una elocuencia shakespeariana que podía exhibir al propio Obama como ejemplo de lo que decía. En cambio, Hillary Clinton es un robot que repite mensajes sin vida que nadie se puede creer si no está ya previamente convencido.

Frente al odio y a la charlatanería de Trump no ha habido nada más que frígidas frases hechas y anodinos lugares comunes. Y así estamos: cada día que pasa vamos retrocediendo más hacia los fatídicos años 30. Mal asunto, sí, mal asunto.