Sorolla se alojó en el Savoy de Nueva York unos meses, hacia 1911. Desde la ventana realizó algunas acuarelas que retratan el ajetreo de la metrópoli. Ahora se exponen en el Thyssen y las veo un día lluvioso, tal vez la primera jornada verdaderamente otoñal de Málaga. Sin embargo, lo que más me atrae de la muestra es una fotografía a grandísimo tamaño del Nueva York de esa época. Está allí en el vestíbulo como para ambientar al visitante. En la foto se ven bastantes coches, hombres con traje, mujeres elegantes, el pálpito de una ciudad en la que parece que hace más de un siglo ya se vivía, en general, como se vive ahora.

Salimos y mi mujer me cuenta que al aprobar las oposiciones pudo elegir trabajar en el Museo Sorolla, que tiene plazas para funcionarios estatales. Qué bien, le digo. Qué coñazo, me responde. Sí, la verdad es que luego de diez años en el Museo Sorolla a lo mejor como que no te realizas profesionalmente mucho. Y eso que somos auténticos fan (¿fanes?) de Sorolla. Hablaría más de este pintor pero se me va a ir el artículo por el lado del arte y no es mi intención, así que voy a hablar de lo que vino después, que fue una comida improvisada y feliz en la que hubo ostras y carne. Así, como el que no quiere la cosa, que sí la queríamos. Todo por casualidad. Entrar a un sitio porque es el primero que ves y está diluviando. Topar allí con un amigo. No con un conocido al que forzosamente hay que saludar. No. Con un amigo de verdad. Que el camarero sea diligente, que en el local haya la temperatura justa y que además tras la comida haya una mesa en el exterior pero resguardada donde beber un Old Parr, al que te invitan, y fumar un habano. Cuando se hace de noche nos dirigimos a coger el automóvil. Mi hijo, dos años y medio, dice imperativo: nos vamos a casa ahora mismo. Antes le compramos una magdalena que al ir a cogerla, de pura emoción, entrando a la carrera de la pastelería, se le cae. Cae él mismo. Llora. Yo agarro la magdalena y lo levanto. Pienso en la fragilidad de todo, en lo horrible de que le pase algo. Lo consuelo y se le pasa pronto el disgusto. Me da la mano. Va feliz con su magdalena igual que yo iba feliz con mi habano hace un rato. Supongo que en 1911 también los niños serían felices con magdalenas y los adultos con habanos. Lo hacían sin necesidad de subir fotos del momento a las redes sociales. Pero claro, ellos no sabían aún del todo quien era Sorolla.

Algunos de los bocetos neoyorkinos le servirían luego para pintar grandes cuadros. Salvo una porción mínima que tomé en Bilbao este verano no había probado las ostras desde hacía muchos años. Por cierto miedo a ponerme malísimo, cosa que me pasó una vez hacia 2001.

Evidentemente le hice una foto con el móvil a la bandeja. La subiré a Twitter en el momento oportuno, tal vez un lunes para que la gente piense que estoy de ostras un lunes. He tomado tres y las hemos acompañado con un vaso frío de manzanilla. Tres ostras, no tres fotos. La tentación era tomarlas con cava. Le va bien la manzanilla, bebida a la que me estoy aficionando en teoría, dado que en la práctica nunca la tomo. Para manchar esta columna con algo de cultura diré que acabé el día leyendo. No mucho ni nada muy enjundioso. Con la feliz sensación que me daba pensar que al día siguiente tampoco tenía que trabajar. No tenía que trabajar pero sería excesivo irme otra vez de ostras. O a lo mejor lo excesivo es privarse de ellas, no siendo todavía fin de mes, o sea, sueldo que aún vivaquea.

También puedo tomar una manzanilla pero con aceitunas gordas deshuesadas. Confieso que me gustan tanto como las ostras. Confieso también que es una cursilería proclamar algo anteponiendo la palabra 'confieso'. Hay que ir al grano, uno no está diciendo nada digno de confesión, así que: me gustan tanto como las ostras.