Lo dejó escrito, en rudo, Mallarmé. «Un golpe de dados jamás abolirá el azar». Esto, puesto patas arriba y en semántica de andar por casa, debería ser considerado con la máxima prudencia por Rajoy, al que toda la vida, suponemos, no le va a bastar con el tantrismo a lo Arriola, que consiste en no hacer nada y esperar a la reina de corazones o una buena mano como en el mus. El azar es un río muy ancho. Incluso el azar en tiempos de la posmodernidad, que, es donde parece instalado el presidente, el único político que se ha sobrevivido a sí mismo, siendo tan post e inevitable como las estatuas o los cuadros en los institutos del Rey. Rajoy es la España del árbitro de fútbol, el recopetín de una normalidad que no existe más que en los encuentros breves de ascensor, el espectro ciudadano de marca blanca, sin chicha práctica ni teórica, pero aun así, y todavía, católico, amable y de buen Pacharán. Que eso sea suficiente para conectar con la España sociológica del siglo XXI es algo que está por ver. Y más, cuando su investidura no se asienta tanto en la seducción como en la complicada aritmética de afinidades, vetos y antinomias que comprende a los cuatro partidos que, con permiso de los nacionalistas, luchan actualmente por el poder. Un popurrí de caos, miedos y relaciones oblicuas ha puesto a Rajoy de nuevo en el sillón, pero toda esa corriente puede conjugarse en cualquier momento de otra forma igualmente caprichosa, revelando ese equilibrio en precario, tan de movimiento en cadena, que define ahora en España la mecánica electoral. Con su orientación de voto del 26J el elector español ha dejado una cosa clara: que no existen cláusulas infranqueables, ni siquiera la corrupción. Dicho esto, vale todo, y en esas estamos, menos en la idea que en la baratija del titular. España, en tanto que país alborotado, es la nación del ruido. Y cualquier estrategia en la algazara es bienvenida. Incluida la de no hablar. O la de hacer oposición a la oposición, que es la que manejan a diario últimamente el PSOE de Susana Díaz y Ciudadanos. Del 15M se ha pasado en el Parlamento a la indignación bipolar, con actitudes tan inadmisibles como ERC, que se atreve a enmendarle la plana a otros después de haber pactado sin escrúpulo ideológico alguno con una de las versiones ultraortodoxas más duras de la derechona liberal. Artur Mas es un tiburón insensible comparado con Montoro, pero gracias a esta moda espasmódica y de aprovechamiento de ida y vuelta que es el soberanismo, ha sido capaz de convencer a dos partidos que se autoproclaman en su reverso ideológico. Uno de ellos, el de Tardá, aunque solamente sea a estas alturas en su aspecto nominal. Con la política catalana, que es también en gran medida la de Madrid, resta saber quién será finalmente el tonto útil. Y en esto el honor va rotando continuamente desde la CUP al propio Mas e, incluso, a Rajoy, a quien toda la jugada, tan jugosa para arrancar votos, se le puede volver radicalmente en contra. Y, muy especialmente, por una cuestión de retórica, de rigidez formal. Desactivar la bomba catalana, tan pomposa en ocasiones y a menudo llena de humo, precisa de unas habilidades comunicativas capaces de acorralar la pelea de símbolos y la fanfarria de las banderas y apelar continuamente a la serenidad y a la razón. Y eso no se puede hacer con una división de partida tan taxativa, con demonizaciones y un infantilismo político ambidiestro que únicamente funciona por el infantilismo político de cierta parte del electorado y de los medios de comunicación. Los dados son reversibles y cuentan con caras sobradamente conocidas y con aristas en los intersticios. Cuatro años de inmovilismo y escándalo quizá, más que normales, sean revolucionarios y acaben por hacer estallar al sistema. Justo lo que los llamados «constitucionalistas» dicen tratar de evitar.