Hemos pasado, felizmente, la mitad del mes de los que pasaron a la otra orilla. Otro año más. Pero, como soy optimista desde que nací no diré jamás «un año menos». Mis congéneres se empeñan en amargarse la vida pasando las hojas del almanaque. Me parece que es una forma muy tonta de consumir la existencia. Sí, amables lectores, yo me limito a pensar: «Desde hoy solo pensaré en lo vivido, no en lo que me queda por vivir, entre otras cosas porque no lo puedo saber y porque sigo sintiéndome viva, que no joven. Tonterías las menos».

Pensarán que estoy perdiendo la cabeza. Puede que sea cierto, pero no deja de ser gracioso que todo el que la pierde no cuenta mentiras y yo todavía hago feliz a muchas personas contándoles cosas que les hacen felices, sean ciertas o no. ¿Y ustedes?

Esta semana he visitado el cementerio de El Palo. Como me fijo en todo, he notado que este año no había demasiadas personas visitando a los que faltan. Se lo comenté a una vecina y me dijo: «Es normal, señora, cada año se trae menos gente al camposanto y no es que el personal haya dejado de fallecer, es que los jóvenes acostumbran a tirar las cenizas de sus seres queridos al Mediterráneo. Pensándolo bien, el difunto no sufre y los que quedamos estamos demasiado ocupados». ¿Triste? Da que pensar, como poco.

Esta semana he comenzado una nueva novela. De momento lleva buen ritmo, borro menos de lo que escribo y eso conlleva decir que un mes de estos, si mi cuerpo lo permite, la finalizaré. Soy muy positiva, quizás demasiado, pero no creo que ese detallito sea malo, quizás todo lo contrario. Cuando la publiquen lo sabrán ustedes de inmediato. Gracias por adelantado. ¡Ah!, el título aún no se lo he puesto, lo tiene que elegir la parte más joven de mi familia.