Según la revista People, que lo lleva a su portada, el hombre más sexi del mundo es el actor de 44 años Dwayne Johnson. Y lo es, se afirma ahí, por tierno, inteligente y escultural. También, qué duda cabe, por haber sido el mejor pagado de su profesión, unos 58 millones de dólares el último ejercicio, aunque eso queda feo alegarlo como motivo. Porque para ser considerado sexi, y merecer la página frontal de una publicación de gran tirada, además de esos otros atributos visibles uno tiene que tener mucha pasta. No hay nada más sexi que la pasta, de hecho, pues sin ella ya puede ser uno tierno, inteligente y escultural como el susodicho y también agradable, bondadoso, ingenioso, buen amante, empático, solidario, manitas o gran cocinero que ningún medio se fijará en él. El dinero subraya la belleza y la deseabilidad de uno. Y lo hace con tan descarada obscenidad que en muchas ocasiones nadie en su sano juicio y con ojos en la cara destacaría ni la una ni la otra en tantos personajes famosillos, como se hace en televisiones y revistas, sin este intermediario de lujo.

Ser sexi o deseable es algo distinto. Y diferente para cada cual. Tiene que ver con factores no siempre objetivables y que, por su propia naturaleza intransferible e íntima, se escapan a los patrones culturales, a los modelos publicitarios y a los dictados del gusto imperante. No siempre se escapan, maticemos, porque nos hemos acostumbrado a que nos digan desde fuera lo que debemos opinar en nuestro interior (de eso dependen que se vendan más o menos prendas de una marca, asistamos mucho o poco al estreno de una película o veamos o dejemos de ver cierto programa televisivo), pero su vocación y su necesidad es hacerlo porque si no viviríamos aplastados por la frustración de no ser Dwayne Johnson o cualquiera de las mujeres que queman pasarelas, cámaras de fotos o platós de rodaje. Aceptar no ser esos divos, por más que les imitemos en todo lo que nos podamos permitir (un reloj, unas zapatillas, un corte de pelo), es reconocer de manera indirecta nuestra diferencia, es decir, el hecho de que nuestra existencia va por otros caminos y requiere otras miradas. Y llegar a un acuerdo con nosotros mismos (un acuerdo que no siempre aflora a nuestra conciencia pero sí a nuestros actos, hábitos y cotidianeidades) gracias al cual abandonamos la pretensión de ser sexis según esos parámetros ajenos y nos esforzamos lo más posible en ser sexis por lo que somos (y por lo que no somos), por lo que tenemos (y por lo que no tenemos) y por lo que nos gusta (o por lo que nos disgusta).

Admitamos que no somos guapos (aunque lo seamos de otra manera, a nuestra manera), que no estamos macizos (aunque muchos se trabajan su cuerpo con gran constancia y sabiduría), que no estamos forrados (aunque más o menos nos defendemos con nuestras necesidades básicas y las otras), que ninguna publicación nos llevará a su portada (aunque todas ellas acaben siendo trituradas como pasta de papel o en los estómagos de las ratas) y que nadie nos pide autógrafos (aunque en nuestro barrio nos paramos a saludar y cosechamos sonrisas de muchos colores). ¿Y? ¿Es que no podemos disfrutar del deseo de ida y de vuelta? ¿Es que debemos renunciar a considerarnos sexis? ¿Es que tenemos, en consecuencia, que arrinconar nuestras legítimas vidas aspirantes a la plenitud para babear delante de esos seres llegados de lo alto?