La infancia es un barrio con la vida sin asfaltar. Las emociones, los valores y los sueños se forjan entre la aventura y la experiencia. De cómo se aprende a superar el desvirgamiento de la inocencia y la sombra de todos los miedos depende la personalidad que cada uno se construye. No hay infancia que no tenga una herida en la memoria del corazón y de la piel. Y entre todas, la cicatriz de la violencia es la más habitual. Según el estudio de la Fundación ANAR, basado en los testimonios de los 25.000 afectados que llamaron al teléfono 900202010 atendido por psicólogos de esta oenegé, y la radiografía de Save the Children sobre el acoso en España con entrevistas a 21.487 alumnos de secundaria, siete de cada diez niños ha sido víctima de agresiones físicas o verbales por manías o el aspecto físico. También certifica la existencia de intencionalidad y el desequilibrio entre agresor y víctima, patentes en los dos últimos casos sucedidos: el del niño del colegio de Triana, hospitalizado por la paliza propinada por tres compañeros de 8, 9 y 10 años, y el de las cuatro menores detenidas en Alicante por la policía a causa del maltrato psicológico y verbal a una compañera.

Siempre fue así en el colegio y en la calle donde los débiles padecían la agresión encabezada por el matón de turno y la necesidad del resto de sentirse integrados, de formar parte de los fuertes. Tener gafas, ser torpes en los deportes, destacar por las notas o por buen comportamiento y tener algún defecto físico eran suficientes avales para ser el blanco idóneo y rodeado en el patio escolar y a la salida del colegio. Insultos, motes despectivos, golpes, burlas, humillaciones y las palizas eran algo normal. Igual que lo era encontrar otro curso, otra pandilla, otra calle, en los que uno pasaba de estar en el corro de los que se reían a ocupar el centro de los escupitajos, de las collejas o de la pelea a puñetazos. Sólo jugar bien al fútbol, tener suficiente corpulencia atlética o valentía para defenderse rebelde y con coraje permitían librarse del abuso y ganarse un respeto e independencia.

La ley de la calle de Ford Coppola, The Warriors de Walter Hill, La naranja mecánica de Kubrick, Quadrophenia de Franc Roddam o La cinta blanca de Haneke son algunas películas que muestran los diferentes rostros de la violencia, sus resortes y sus consecuencias. Y casi todos tenemos el recuerdo que dejan tallado en una barbilla, una ceja, el labio o la nariz. Especialmente en los que fuimos parte de la infancia que se vivía en las calles de tierra y piedras, en la penumbra ychulería de los billares, en el otro lado de las fronteras que se cruzaban a hurtadillas y donde el enfrentamiento racial tenía mucho protagonismo y no era raro llevar una navaja en el bolsillo de atrás. Lo mismo que no lo era curtirse entre las explanadas de tierra seca en las que citarse los huevos y los puños, y en los oscuros clubs de boxeo y de artes marciales para sentirse seguros en defensa propia. La mía y sus cicatrices las he contado en algunos libros. Y en alguna que otra ocasión el tiempo me ha vuelto a cruzar con mis víctimas y mis verdugos sin que existiese por parte de ninguno la necesidad de un ajuste de cuentas o que se despertase un trauma pretérito.

Una supervivencia que no superan los que nunca lograron sanar la herida psíquica que se les quedó muy adentro y que los mantienen como víctimas de su propia baja autoestima o los ha transformado en verdugos. Igual que cuenta Miguel Ángel Muñoz en uno de los relatos de su libro Entre malvados, cuando un chico vejado por un matón lo reencuentra convertido en profesor del colegio donde su hija estudia y trama sin escrúpulos una venganza perfecta.

Literatura con cierta justicia poética frente a la realidad en la que algunos adolescentes se han suicidado, hundidos por la depresión y el miedo, por su incapacidad para solicitar ayuda o su falta de relación con sus padres y su aislamiento social.

Deploro la violencia. De palabra y de acto. Ser diferente no puede conllevar parejo el rol de victima fácil. Conseguir que no suceda continúa siendo una asignatura de la familia y de la sociedad que ha de elegir qué tipo de personas contribuye a seleccionar. Civilización o jungla. Dos campos de batalla en los que no es necesario el odio ni dañar física, psíquica o emocionalmente a nadie. Pero tampoco creo que sea recomendable envolver el aprendizaje emocional en una fragilidad constante frente a las duras exigencias de la vida. Madurar conlleva saber hacer frente al dolor, a toda clase de adversidades que ponen a prueba la inteligencia emocional, y la capacidad de gestión de los conflictos. Otra cosa muy distinta es incidir en campañas de sensibilización y conocimiento como las 32.000 charlas impartidas en centros escolares por miembros de los cuerpos de seguridad acerca del acoso, las bandas juveniles, los peligros de la droga, la violencia de género, los video juegos que estimulan la propensión de los niños a la agresividad, como señala el psiquiatra infantil Paulino Castells, y las nuevas tecnologías que favorecen la creación de redes sociales como Snapchat a la que se suben fotos y videos compartidas con quien se desee y se pueden borrar los archivos 24 horas más tarde. De este modo los acosadores consiguen un espacio para llevar a cabo su hostigamiento y no ser descubiertos.

Después de varios casos de ciber-bullyng, a través de Snapchat, la Fundación Vodafone lanzó la campaña Be strong -Sé fuerte- como respuesta a su propia encuesta entre jóvenes de 13 a 18 años de 11 países y en la que el 18% afirmaba haber sufrido ciber acoso en algún momento de su vida, y una quinta parte haber tenido pensamientos suicidas. También ha creado unos emoticonos ideados por el profesor de psicología de Berkeley, Dacher Keltner, y el dibujante de Pixar Matt Jones, artífices ambos de los personajes protagonistas de la película Inside Out -Del revés-, para ser usados por los amigos dispuestos a mostrar su apoyo a las víctimas. En esa misma línea Alertcops, la aplicación del Ministerio de Interior, ha evitado -gracias al emoticón de dos chicos con mochila empujando a un tercero y que al tocarlo alerta a la policía- 63 casos de acoso desde que se activó hace 18 meses. Al combate contra esta clase de violencia que no deja de aumentar (un reciente estudio del Instituto de Matemática Multidisciplinar de la Universidad Politécnica de Valencia proyecta más de 400.000 nuevos casos para 2020) se ha apuntado el Ministerio de Educación poniendo en funcionamiento este mes el teléfono 900018018 contra el acoso escolar en los centros docentes, y en el que los alumnos, los padres, los profesores o cualquier otra persona pueda denunciar los 365 días del año. Las llamadas estarán atendidas por sociólogos, psicólogos, juristas y trabajadores sociales. La iniciativa va acompañada por la campaña NoBullying en las redes sociales y que hace hincapié en la figura del espectador para que condene la actitud del acosador.

Vivimos una época donde la sinrazón, el griterío, el desprecio y el odio han normalizado la violencia. En el lenguaje de la política, en la programación de las televisiones, y en todos los ámbitos cotidianos. De nuevo la educación en valores, el aprendizaje de lo diferente, la enseñanza en el diálogo, son la clave. Las únicas capaces de despejar la incógnita que resuelva la ecuación del acoso escolar y la convivencia.

Sin su defensa la infancia nunca dejará de ser un western en el que los niños serán víctimas y verdugos a la vez. Una cicatriz que nunca se emborrona de la memoria ni de la piel.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es