Aún no había llegado el mes de diciembre, pero las minúsculas luces decorativas en las calles ya conformaban un cálido resplandor perceptible hasta para los pasajeros que sobrevolaban la ciudad. Los escaparates, engalanados con esmero para transmitir el lado más cálido, afable y atento, hacían ojitos a los viandantes, recordándoles que, gracias a los artículos expuestos en las vitrinas, el invierno sería mucho más agradable y familiar. Así, en cada Navidad las réplicas nostálgicas de hogares y momentos perfectos en lugares asépticos, conseguían llevar el mensaje subliminal más y más cerca del corazón, con esmero susurrante: «ven, acércate y llévame contigo. Cómprame, porque yo te quiero y quiero cuidar de ti, formar parte de tu familia». Normal que el sistema hubiese conseguido -a golpe de mucha inversión en marketing- que a la mayoría le hiciese más ilusión disponer de un nuevo gadget o regalo tecnológico, que la visita de un ser «querido» en esas fechas tan señaladas.

Pero la capacidad adquisitiva de los últimos años había menguado en sus bolsillos, y en ellos, sus preocupaciones intentaban esconderse, buscando algo de cobijo. Casi no se veían bolsas por las zonas más bulliciosas y populares, a pesar de caminar entre ríos de personas que miraban al cielo entretenidas con tanta decoración fugaz. Se intentaban hacer promesas a sí mismos y a sus más allegados, de que tan pronto como pudiesen, o con tarjeta de crédito de por medio, la compra de su deseo se haría realidad. Y el milagro ocurrió. Que conste en acta, al menos para un viandante loco que, en su ejercicio guiado de admirar las estrellitas y guirnaldas -y evitar de paso el encontronazo con los comerciantes- en un claro entre tanta bombilla, vislumbró su regalo, mucho más grande y más espectacular de lo que podía haber imaginado. Diferente quizás a sus expectativas, pero mucho más intenso y directo a su corazón. Al fondo del «tinglao», entre las frías nubes, se mostraba la luna, brillando silenciosa por y para ellos ¿Para qué desear nada más, cuando la luna ya ilumina y se pone a sus pies? Porque si los pies están, es porque se está vivo, y eso, por muy buena y prometedora que sea una marca, no puede realmente vender: no existe mejor presente en el mundo que el hecho de estar vivo.

Comprar regalos es un acto de generosidad muy noble, pero perder la cordura con ellos, empequeñece al ser humano. La verdadera Navidad no se mide en términos de precios sino de temperatura: lo más importante es pasear abrigado al corazón, y para éste, de momento, la única bufanda que existe en el mercado, pasa obligatoriamente por el negocio de aceptarse y amarse a uno mismo.