El otro día fui al Black Friday. No es ningún sitio; es un concepto. A los conceptos también se va, aunque sea más apetecible irse al recreo, al parque o la filatelia, a un partido de béisbol o a coger setas. Te vas a un concepto y la gente te mira raro. Dices: me voy a la felicidad y nadie te cree. Un amigo poeta se fue un día a la tristeza y desde entonces tiene el semblante como azul y le salen unos versos pesimistas que si los lees llueve mucho.

El término es norteamericano y designa un día del año en el que las compras son especialmente ventajosas. Viernes negro. Lo acuñaron hace décadas los policías de Filadelfia para describir los temibles atascos y embotellamientos que se producían el viernes después de Acción de Gracia (cuarto jueves del mes de noviembre). Y es que, tras zamparse el pavo y meterse con la suegra, acabar con tarros de sirope de arce y descapullar mazurcas, los americanos se lanzaban al día siguiente a comprar y los comercios realizaban importantes descuentos. Es casi fiesta, muchas empresas dan el día libre a sus empleados, que henchidos de cerveza y consumismo acuden a por gangas, sean esta en forma de calcetines, electrodomésticos, teléfonos móviles, berbiquíes o epitalamios. Hemos importado la moda, que reactiva el comercio y nos sirve de aperitivo navideño.

Para empezar bien el black friday le pedí un descuento a la dieta y me concedió una cucharada extra de mermelada para la tostada, que estaba negra como el friday. Deduje que la mejor compra sería un tostador, pero nunca había comprado un tostador. El hombre que nunca había comprado un tostador sería un buen título para un cuento. Un cuento negro ambientado en un viernes, tal vez con un dependiente zombie y un adquiridor de tostadores dotado del súper poder de no quemarse al coger una tostada recién tostada.

Cuando descendí a la realidad fui, más por espíritu reporteril que consumista, a visitar una tienda de ropa donde expenden lustrosos abrigos, jerseys de abigarrados colores, corbatas como de bautizo y sombreros tipo años treinta, fácilmente identificables por que hay un rótulo que dice que son sombreros tipo años treinta. Algunas de las cabezas que llevaron esos tipos de sombreros se vieron envueltas en una guerra, así que mejor me abstuve de experimentos gorrorosos, que son los experimentos con gorro. Si en la tienda hubiera habido un policía de Filadelfia tal vez no habría entendido a esa señora que dijo «chate payá» cuando me interponía entre ella y un estante de zapatos para ir a la nieve. Este incidente me predispuso a abandonar el black, aunque no el friday, que como sólo hay uno a la semana conviene aprovecharlo bien. Como se aprovecha una carta de recomendación, una entrada para el fútbol o un ataque de agrafía de un escritor detestable. Así que compré el diario y me senté a tomar el aperitivo. Un vino y un periódico en la hora justa y sin más interrupciones que las que uno se conceda para admirar viandantes es un gran acto de civilización. Y así, civilizado e informado, espoleado por el vino y la falta de tostador dejé ir la tarde y ya de anochecida, navegando, di con un pasaje para Filadelfia que tenía mucho descuento. Debió ser una señal del destino. Lo compré. Espero que los atascos se hayan disuelto.