Que la red social tiene cierto tufo a desagüe mental no lo duda nadie, pero qué cabe esperar de un invento usado sin filtro por la condición humana. Lo mismo ocurrió con la pólvora, que apareció con fines medicinales y acabó como percutora de destrucción y muerte. Y es que las cosas no son lo que son, sino el uso que le damos, siendo el fotógrafo Chema Madoz un maestro de la transustanciación.

Ya no es que se mueran Rita Barberá o el dictador Fidel Castro y se forme la pajarraca, que también, es que alguien opina con cierta fundamentación o mesura con algún poso lógico sobre un tema determinado, y un sebastopolitano descerebrado entra a degüello insultando y amenazando con la impunidad del perfil ficticio y el encono desaforado del peor desequilibrio psicológico. Así estamos, lo que se creía iba a ser una herramienta de acercamiento ahora nos separa incluso de gente que nos la refanfinfla por estar en nuestras antípodas, geográficas y morales.

A todo este ambiente han contribuido algunos factores, y de entre todos ellos destaco los siguientes: la falta de educación y formación de muchos usuarios, la ausencia de un control serio que impida el insulto, la carencia de una criba de bulos, y la despenalización de la injuria. Sí, querido lector, llamar gilipollas a tu vecino o gorda asquerosa a la que te roba el aparcamiento no es delito, ni siquiera leve.

La mezcla de todos esos ángulos dan como resultado un poliedro afilado y cortante por ciertos lados, romo y bruto por otros pero, te dé por donde te dé, el daño está asegurado, porque si juntas en una sala a un grupo de violentos, con graves problemas de sociabilidad, que actúan desde el anonimato, y saben que insultar es gratuito, el campo estará abonado para dar rienda suelta a lo que antes se llamaba el raro del pueblo. Sí, ese sieso mal encarado que refunfuñaba ante cualquier cosa y remaba contracorriente bajo la bandera del grito y la chulería. Pues eso, imagínense una fábrica de raros a pleno rendimiento, sin descanso, y con un margen de error casi imperceptible en el acabado. Obras maestras de la estupidez y el encabronamiento puestas al servicio del mal, y no se lo pierda oiga, todo a un clic de usted, acechando en la sombra para saber su opinión y llevarle la contraria sí o sí por mor de la mal entendida libertad de expresión y sus santos bemoles.

Ahora ha aflorado una nueva versión, y es la que da título a esta columna. El mentecato de turno empieza su discurrir filosófico marcando el terreno con un «No me alegro», para continuar con un intrigante «pero», como si fuera un escudo invisible que le permite decir la parida más gorda o el insulto más salvaje sin sufrir efectos o sentir la mínima vergüenza en sus propias carnes. Sírvannos estos ejemplos: No me alegro de que se haya muerto Rita Barberá, pero lo tiene bien merecido por choriza, facha y hortera; No me alegro del cáncer del niño taurino, pero la verdad es que torero bueno, torero muerto; y así un sinfín de ellos que ustedes conocen tan bien o mejor que yo.

Esta es la nueva, estéril y repetida táctica de los que aún no han sido diagnosticados y andan entre dos aguas, agazapados como un indio detrás de una mata y que, por algún motivo, aún no se atreven a demostrar abiertamente su vertiente más desenfrenada. Porque digo yo que, o lo dices o no los dices, pero la bisoñez timorata en quien reclama su espacio moral con la fuerza de la provocación es como ser encañonado con un Kalashnikov rosa. Queda como poco serio, falto de contundencia.

Por eso Fernando Trueba sí tiene mi respeto. No mi agrado, ni mi aplauso, ni mi dinero, pero sí mi respeto. Por ser valiente, dar la cara y no usar medias tintas. Trueba no ha tirado la piedra y escondido la mano tras un perfil falso, ha defendido lo que cree y ahora afronta las consecuencias por ser esclavo de sus palabras, como hacemos todos.

Él no se siente español y yo no me siento con ganas de ver su obra. Los dos tan libres, tan democráticos, y tan amigos. A ver si es que ahora sus odios valen más que mis amores.