En aquellos días, el primer cigarro y la primera copa marcaban el paso a la hombría, al mundo adulto, un mundo que sabía agrio y áspero, que daba tos y arcadas, pero que era el que nos estaba esperando y al que no convenía llegar tarde. Eran otros tiempos y otras luces, pero hay quienes siguen construyendo atajos hacia el desastre. Solo así se explica que a estas alturas, sabiendo lo que sabemos, todavía una cría de doce años muera de eso que se llama «coma etílico», que no es más que un término técnico, y eufemístico, para nombrar la sobredosis de una droga dura. Si los titulares hablasen de «sobredosis» en lugar de «coma etílico» quizás empezaríamos a ver la verdadera dimensión de un problema que nunca queremos mirar a fondo.

El noventa por ciento de los chavales de entre catorce y dieciocho años reconoce que es muy fácil conseguir alcohol. Lo consiguen allí donde todo el mundo, sin necesidad de recurrir al mercado negro y clandestino, como ocurre con otras drogas igual de perjudiciales.

Pero, por más que nos empeñemos en no querer verlo, el alcohol es una droga dura con un enorme poder adictivo y terriblemente destructiva. Si estuviésemos hablando de cualquier otra sustancia estupefaciente nos manifestaríamos indignados ante la simple perspectiva de que los críos se inicien en su consumo con todas las facilidades del mundo. Si en vez de alcohol estuviésemos hablando de cocaína, a todos nos parecería una auténtica barbaridad que un chaval se acercase a una barra y un sonriente camarero le pusiera por delante una raya, pero la permisividad hacia el alcohol está arraigada en lo más profundo de nuestra cultura social y nada nos extraña, al contrario. Nadie en su sano juicio le pregunta a otro «¿…pero no te metes ni un pico en Navidad?» pero lo primero que se le pregunta a uno que acaba de declararse abstemio, con cara de mucha extrañeza y tono de incredulidad, es: «¿…ni una copita en Navidad?».

Ahora que el Gobierno ha prometido una ley contra el consumo de alcohol entre los menores quizás debería recordar en cómo hace años la insistencia en las campañas educativas cambiaron radicalmente la imagen del tabaco, y que se podría y debería hacer lo mismo con el alcohol, borrar para siempre su imagen amable, esa idea tan extendida de que para reír hace falta beber y también hace falta beber para llorar, y que cuando tienes un problema «necesitas una copa», ese lugar común tan falso, peligroso y suicida, que sin embargo no dejamos de repetir en todas partes como idiotas mientras se nos mueren los críos de sobredosis.