Ignoro por qué los políticos se empeñan tanto en vincular cualquier decisión que el pueblo toma en las urnas con su continuidad; en hacer de cada consulta un plebiscito sobre su persona. Sucede en la actualidad con el primer ministro italiano, Matteo Renzi, que puede que al no considerarse legitimado por los votos ha querido vincular su futuro al de la reforma de la constitución. Es todo un órdago. Si gana, bien: su nombre permanecerá ligado al cambio institucional más importante de la historia de Italia desde la guerra. Pero en la derrota -va por detrás en las encuestas- sólo se puede vislumbrar la inestabilidad y el abatimiento de una nación que tiene como alternativa el populismo de los grillini y de los ultraderechistas padanos de la Lega Nord. La derecha se está despertando todavía de la pesadilla de Berlusconi. La izquierda se halla, a su vez, y como suele ser costumbre en ella, dividida. El referéndum constitucional del domingo se puede decir que será recordado como uno de los más controvertidos de un país que llegó a alcanzar el récord insuperable de 72 consultas populares desde los años setenta. Es capaz de poner en peligro no sólo la supervivencia del Gobierno sino también la del Partido Demócrata (PD) con una campaña escenario de extrañas alianza hasta ahora inéditas de políticos como D´Alema que comparten con otros la amargura contra Renzi, y con un frente judicial abierto que no ha hecho más que destilar el veneno en los hojas de las dagas más afiladas. La reforma propuesta no es una garantía absoluta de estabilidad pero sí seguramente más sensata que el resto de las opciones en un país que desde 1992 ha tenido catorce primeros ministros y se arriesga a perder el último de ellos.