El alma no es una presa. Es una historia sobre la que saber su naturaleza y su intimidad. A Bruce Davidson nunca le ha interesado cazar ni revelar un instante con grano ni un rostro en la insurrección del primer plano. Tampoco un relámpago de la vida al otro lado, en su misteriosa superficie como blanco. Su fotografía no dispara y se va. La suya enfoca, encuadra, pregunta, se hace más o menos cómplice, y narra. Una historia, y muchas. Cada una, todas, en blanco y negro sobre la dignidad en la supervivencia y en la derrota. Acerca del sueño de la infancia contra el destino que la descalza de futuro. También del amor al que no vence el asfalto agrietado del tiempo, del color diferente de la piel en la que el sol brilla de la misma manera. En las fotografías de Bruce Davidson, la vida sucede y es humana.

Quién no conozca a este tipo de Illinois de 82 años que ha cruzado con su mirada la historia política y social norteamericana, que lo busque en la Fundación Mapfre de Madrid hasta el 15 de enero próximo. En sus salas exponen su oficio, las batallas cotidianas de sus héroes -briznas de hierba entre terrenos hostiles-, los paisajes en los que se fue haciendo fotógrafo y hombre, artista y persona. 190 impresiones enmarcadas en claroscuros escénicos y mate, como la mayoría de las cicatrices. Igualmente nos lo relatan las copias vintage y modernas en 18 secciones temáticas y ordenadas cronológicamente por él mismo. El autor que reveló desde la ética, y desde la lentitud del tiempo que favorece apreciar lo cotidiano, las calles de atrás del sueño americano y sus ventanas rotas. Las criaturas con las que pactó la naturalidad afectiva y melancólica con la que él retrataba sus vidas, y sin darse cuenta se reflejaba en ellas. Sin moralismo, sin condescendencia -como señala Carlos Gollonet, comisario de la exposición en el catálogo- ni prisa por huir. Su objetivo es ofrecer una crítica documental que conlleva la belleza de un instante de justicia emocional y cierta esperanza en su mirada.

Hace mucho tiempo que me gusta leer fotografías. Lo he escrito a menudo. Las crónicas visuales que cuentan el expresionismo poético de la existencia normal, su manera de retratar la vida interior, enriquecen la manera con la que me relaciono con la realidad. Su lenguaje estimula la conversación con mi escritura. La fotografía nos enseña a mirar un secreto desde el enfoque hacia la profundidad de campo. Admiro a sus maestros, a sus profesionales, entre los que tengo amigos y predilecciones. Julián Rojas, Juan Ferreras, Ricardo Martin, Ricky Dávila, Santi Cogolludo, Mariano Pozo, Emilio Castro, Sebastiao Salgado, Capa, Annie Leibovitz y muchos más. Siempre que puedo disfruto de la Fundación Mapfre que tiene en la fotografía una oferta habitual con la que ofrece historias, poemas de intervalos entre disparos. Espléndidas exposiciones que además de ser un regalo cultural, nos hacen entender mejor lo que somos y que, a pesar de que cambien los decorados, las marcas, el mudable engaño del horizonte y sus reclamos -hacia los que siempre nos buscamos- la vida es ir defendiéndose, más o menos en paz y más o menos libres, sin que muchas veces entendamos su argumento ni por qué el destino nos extravía o nos privilegia.

Así sucede en el viaje que nos propone la retrospectiva de Bruce Davidson, iniciado con la Falcon 127 que a los diez años le regaló su madre y con la Argus AZ de 35 mm de su tío, con motivo de su Bar Mitzvah hebreo a los 13 años. Luego llegaron la Contax y la Leica. Y aquel mediodía de 1955 en el que detuvo, en una carreta de Arizona, un viejo Ford para fotografiar la huella del oeste encarnada en John Wall. El hombre de 94 años que, junto a su mujer Kate, acogieron su cámara cada fin de semana de su servicio militar. Ellos fueron el kilómetro cero del viaje fotográfico y humano -que ternura desprende la artrosis del tiempo de sus ancianas manos, enamoradas la una de la otra- al que le siguió en Montmatre la viuda del pintor impresionista León Fauché. Durante meses la visitó y retrató en su apartamento repleto de sombras en polvo, y con sus manos de mariposa torpe arreglando unas rosas a punto de desmayarse en blanco. Dos años después, en 1958, un reportaje para Magnum sobre el Circo Clyde Beatty de un parque de atracciones de Nueva Jersey le permitió descubrir al payaso enano Jimmy Armstrong y contarnos su intimidad con un cigarrillo a la altura de la soledad bajo una lluvia de tristeza, o comiendo en un bar y desmaquillado el rostro de la amargura frente a un jarrón de flores mustias. Hubo más acróbatas y circos en su camino como ese cinematográfico cromo de familia delante de la gran Carpa Duffy, y la violenta mendicidad subway de ojos azules de un alma en time out.

Un fotógrafo siempre hace la calle. Es el mejor escenario para encontrar barracones, campos de batalla, cuerpos estacionados, la contra historia que nos cuentan siempre la publicidad y la política. En el barrio de Brooklyn del 59 encontró a los Jokers pandilleros de las calles con los que convivió al filo de la navaja, sin que se diesen cuenta de que detrás de la imagen rebelde con torsos de bellos boxeadores de taller mecánico, su cámara también desnudaba sus anhelos: un Aullido encuadernado de Ginsberg asomando su poesía del bolsillo trasero de los vaqueros; Cathy arreglándose el caballo desatado después de los besos, o la certeza de que el amor es un reloj de arena al atardecer en una playa de Coney Island. Escocia, México, Europa, los mineros de Gales con piel de carbón en el orgullo del padre que sostiene, al salir del vientre de la tierra, la inocencia recién estrenada de su bebé. De blanco también la novia entre el humo de las chimeneas. Escenas engarzadas al nudo de tragedias ovillando en cuerdas a un hombre sin rostro en Yucatán; el rompecabezas de ladrillo cubista de un pueblo de Sicilia; los niños almerienses de la Chanca haciéndose los muertos del oeste en mitad de su pobreza alegre. Hasta desembocar a inicios de los 60 en la ciudad de Selma de Alabama (donde continúan los esclavos) de la que partió la Marcha por los Derechos Civiles y un niño trazaba en blanco, en la caja de madera de una escuela y su pizarra, la primera letra de una palabra -al fondo un reloj de luna llena sin agujas para marcar el rumbo-. Antesalas de su trabajo en la calle 100 Este de Harlem con sus fachadas de colmena del infierno donde la vida se asoma a las escaleras de incendios, y los niños vuelan cometas zurcidas bajo el cielo gris de las azoteas.

El blanco y negro del pasado no es el envés del presente. Es el hoy que demuestra la casi actualidad de sus fotos. También la serie del metro NY con sus ángeles caídos, y sus insomnes Sísifos en los convoyes del trabajo que los derrota, mientras al fondo del vagón Dios lee las páginas financieras apoyado en una pared tiznada con gritos de espray. Es una de sus penúltimas series junto con la de la Cafetería Garden repleta de amores caducados, y soledades jubiladas sobre el doble americano de una sombra esperando ya qué importa qué. Su exposición la abrocha poéticamente un actual Central Park desvelado en nieve, con el corazón de pez de una pareja feliz arrullada por un árbol; el baile de un fauno en los Jardines parisinos de Luxemburgo, y la naturaleza libre de Los Ángeles.

Mis fotografías no soy yo.- dijo en la inauguración Bruce Davidson. Lleva razón. Son la historia de nosotros.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es