En la rotonda de los Corazones hay un ciervo que, en su tibia luminiscencia, aguanta impávido el inamovible anonimato de sus días y las solitarias umbrías de sus noches. Dicho esto, y aparcando a este viejo centinela por un momento para volver a él más tarde, ni que decir tiene que existe cierta lógica en la evolución natural de las ciudades que viene dada, entre otras cosas, por la propia libertad de los inversores privados. Así, como cada uno arriesga su euro donde quiere, hay zonas más propensas a la prosperidad que otras y existen calles donde es más fructífero plantar la empresa o la franquicia de turno, ya sea debido a su potente desarrollo comercial, a su privilegiada posición dentro del núcleo urbano o a su cercanía con algún atractivo de índole geográfica como pudiera ser, por ejemplo, la costa. Y de este modo, por el orden natural o neoliberal de todas las cosas, unas zonas crecen, otras se estancan y otras decrecen. Sin embargo, la desigualdad generada por la propia idiosincrasia económica, histórica y social de las distintas barriadas y calles de nuestra ciudad no debiera acentuarse con un reparto desequilibrado de otras viandas que, para el disfrute de todos los ciudadanos, corresponde gestionar únicamente a los poderes públicos. Así, por ejemplo, los vecinos de La Luz y Solidaridad se quejaban hace unos días de la carencia de luces navideñas en el barrio, un privilegio cuya distribución debiera, a mi juicio, dirimirse bajo principios de igualdad y masa poblacional, y no por otro tipo de conveniencias. En cualquier caso, no entro a discutir unos criterios de adjudicación que desconozco pero, a pie de calle, la cuestión y los hechos finalmente derivan, le pese a quien le pese, en que mientras la calle Larios luce un inmenso firmamento colorista de luces casi epileptógenas, otras zonas acusan la ridiculez de unas pocas guirnaldas, lo cual, en algunas ocasiones, queda más indigno casi que la plena desnudez de abalorio navideño alguno. Por otro lado, el tema de la concordancia entre los motivos del alumbrado y su trasfondo religioso daría pie para seguir hablando un buen rato. A veces cuesta distinguir la Navidad del Carnaval, como si sólo importaran las luces. La Navidad, guste o no, sigue siendo una festividad religiosa cuyos signos identificativos son muy concretos, pero poco queda ya de esa simbología originaria y tradicional ni en las calles, ni en los adornos, ni en el alumbrado, donde un Last Christmas de Wham! tomó la batuta protagonista para mojarle la oreja a todos los campanilleros, a los peces que bebían en el río y a la Marimorena. Y es que, señoras y señores, pareciera que la Virgen ya no se peina aquí entre cortina y cortina. De todos modos, cuando el espectáculo y la muchedumbre abunda, es posible que una canción, una luz particular, un gesto o una guirnalda entre otras, aluda y evoque, aunque sea de segundas, el verdadero significado litúrgico que la Navidad nos regala. Pero si estos pequeños adornos, ya difuminados en cuanto a su representación, se insertan por goteo, como indignas muestras sobrantes, en las zonas más opuestas o lejanas a la gran manzana de nuestra ciudad, ¿qué representarán entonces? ¿Qué es lo que evoca, plantado en la rotonda de los Corazones, un único ciervo luminoso? Quizá los mensajes sean distintos y es posible que los poderes públicos, si no lo piensan mucho, se dejen llevar también por las líneas y los ritmos que acompasan al mercado y a la Navidad civil. Y mientras tanto, el cervatillo de la rotonda permanece inmóvil, impertérrito. Buscando un sentido a su ridículo y solitario posicionamiento. Como un viejo estandarte de la casa Baratheon o un hechizo Patronus perdido, que diría mi amigo Francisco Cabrera aludiendo a Rowling. Tan sólo queda armarse de paciencia y dar color a aquello que nos rodea. Pero, en cualquier caso, y por muy alta que tengamos la autoestima, resulta amargo pensar que mientras que en unos barrios la proliferación de su aliño luminoso convoca y evoca la cercanía de algo parecido a la Navidad, en otros, su escasez o su mínima presencia, desprendida ya de simbología alguna, nos anuncia, únicamente, que se acerca el invierno.