La historia carece de criterio. Son los historiadores quienes pincelan el matiz. El relato debe ir acompañado de la firma, como en un cuadro, porque de otro modo exponemos la verdad al arbitrio de quien la cuenta.

Una parte de la revolución cubana viaja de regreso a Santiago. Los restos de Fidel Castro reclaman el aliento de sus paisanos agolpados en las avenidas ante el paso del cortejo fúnebre. Muchos de ellos aplauden emocionados. Otros callan en segunda fila con el rictus instalado en sus rostros, como si lo que contuviese esa urna fuese su propia vida reducida a cenizas.

Viajé a Cuba en tres ocasiones. En 1992, el pueblo cubano vivía uno de los peores periodos de su historia. Un periodo que su innata simpatía bautizó como especial. La perestroika retiró el apoyo económico, los alimentos básicos se agotaban. Los cubanos se alineaban en interminables colas de racionamiento. Ansioso por el Son y el ron caribeño, contemplé aquel escenario desde el ignorante escaparate de la testosterona y los tópicos. Conocí a Dalvis, preciosa dentista de piel canela y ojos claros, que dedicaba las mañanas a empastar muelas por 10 $ al mes, y las tardes a jinetear a turistas. La segunda actividad le daba de comer a ella y a su hijo. Con la primera obtenía la dignidad que le hacía olvidar la segunda. Yo fui tan especial para ella como la agonía de su entorno. En mi afán por buscar respuestas, en más de una ocasión la puse en un compromiso que ella apagaba con un significativo gesto, se acariciaba varias veces una barba imaginaria y luego me mandaba dulcemente a callar. Su sueño era salir de Cuba. ¿Cuánto cobra un dentista en España?, preguntaba. Al marcharme de la Habana, Dalvis me regaló una canción y una duda.

Regresé en 2002. Mi empresa me incentivaba con un viaje al país del mojito y el daiquirí. Cuba se había transformado, aunque los ruinosos edificios y los destartalados Chevrolet eran los mismos. Los cubanos habían aprendido a rentabilizar el ansia del turista. La necesidad les había robado la frescura. El turista, reducido a papel moneda, era el objetivo de decenas de jineteros que proporcionaban todo aquello que buscases. Conocí a Carlos, un ingeniero que trabajaba de camarero en un conocido bar. Me mostró orgulloso algunas fotos de los puentes que había construido. Gracias a ello el Gobierno le había recompensado con el puesto que había solicitado. Ante mi perplejidad, Carlos me explicó que trabajar con turistas proporcionaba suculentas propinas.

Volví en 2012. Cuba se desperezaba de un almidonado letargo. La remozada Habana vieja lucía coloreada de tiendas y restaurantes. El país comenzaba a digerir un nuevo sistema económico que sinuosamente recorría las calles adhiriéndose al hierro y al cemento. En Trinidad conocí a Jose Antonio Lugones, un cubano de 92 años que sabía de memoria las provincias españolas. Malvivía de vender pesos cubanos en paquetitos de plástico. En tiempos de Machado había sido un próspero terrateniente. La revolución se lo arrebató todo menos su casa. No guardaba rencor, solo la añoranza de no haber criado a sus nietos que vivían en Miami.

Cuba me seguía pareciendo ese pueblo altruista y simpático. Predispuesto a una invisible resignación, pero la impaciencia contenida ulceraba el gesto. La apatía ante el cambio se había destilado en el corazón de los cubanos sin la dulzura de la caña. Mis preguntas encontraban las respuestas que antes me fintó el miedo. La muerte de Fidel acechaba los deseos de la mayoría del pueblo, pero a su lado, cabalgaba el recelo a los del otro lado del golfo.

De mis tres viajes, me quedo con los silencios a mis preguntas, con ese miedo a parecer libres, con esa impotencia para alcanzar las metas. Por lo demás, la historia de los cubanos deben escribirla ellos. Los exiliados y los que permanecieron. Los afines al régimen y sus detractores. Sólo ellos conocen el significado de las cenizas.