Málaga se viste de cultura, de arte, de emociones; de detener el tiempo ante un cuadro de Moreno Carbonero, de alejarse en mar abierto en una marina de Degrain. Málaga se siente mayor, es mayor, con una oferta cultural museística que pocas ciudades españolas la superan. Este lunes se inaugura el Museo de Bellas Artes en el edificio de la Aduana y es para que las campanas de la cercana catedral toquen a gloria, como si Cristo hubiera resucitado; la resurrección de la Aduana, edificio que, al margen de su valor arquitectónico, que es y grande, con una adecuada reforma para que sea el pulmón de la cultura de la ciudad de Málaga, guarda las esencias de unos años negros, oscuros, con las cavernas sin luz, oliendo a orines y a humanidad, donde los gritos y los golpes eran el resonar en sus húmedos calabozos, sin capacidad para rechistar, para la protesta. Hay que decirlo y contarlo porque ello nos da una verdadera dimensión de la transformación y el cambio habido en España. De aquellos negros recuerdos, que algunos vivimos y padecimos, llegamos a la poderosa luz de la cultura, del arte, de la historia de la Málaga, primera en la lucha por la libertad. Málaga, tras años de disputas, de obscenos y magros intereses políticos, recupera ahora sus tesoros, con una de las mejores colecciones de la pintura española del siglo XIX y 2.000 piezas arqueológicas, desde la Prehistoria a nuestros días. Benditas sean las moscas cojoneras que durante más de 20 años dieron la tabarra para que hoy sea realidad este museo.

Me imagino que muchos de los que se acerquen al edificio de La Aduana partir del 13 de este sacrosanto mes cultural recordarán y, quizás porque fueron partícipes de aquellas exaltaciones el General Franco, casi ya al final de su vida, cuando España fue arrinconada por el mundo entero, debido a las últimas sentencias de muerte que firmara el dictador. Entonces, era convocada la ciudadanía a gloriar las esencias del régimen franquista y jalear el dictador para que aguantara, siguiera firmando sentencias de muerte, asaltara el Peñón de Gibraltar y entronizara un corte de manga a esos países atrasados, que comulgaban a diario con la libertad y la democracia, a la Europa entera mientras que España, decían sus victoriosos triunfadores, era la luz y guía de un mundo tomado por el comunismo y la masonería.

En el balcón central de la Aduana queda la imagen gráfica de prohombres de la España franquista, algunos de ellos reconvertidos años más tarde a la incipiente democracia, que brazo en alto, con los pulmones henchidos de ardor guerrero, cantaban las excelencias del gobierno del dictador. Perdón por esta digresión, pero bueno es que no se pierda la memoria histórica, aunque duela, sobre todo porque cuando ahora el entonces centro de la represión y el miedo se ha convertido en el templo de la cultura, de la vida, de las sensaciones que paralizan el alma ante la belleza de un cuadro es como romper las cadenas del pasado. Pocos edificios públicos e históricos han tenido mayor y mejor destino.

Y por eso, al margen de melindres, de discusiones de chirigotas, de quejas de plañideras (os) porque le han quitado la medalla de ser padres y pioneros del Museo; de los años basura, de desperdicio por litigios insanos e inventos de Mortadelo y Filemón, toquemos a gloria porque ya el Museo de Bellas Artes es una gloriosa realidad. Bienvenido sea su llegada, abierto a todo mundo para disfrutar en un lento paseo por sus salas y descubrir que el arte nunca muere. Y vaya mi recuerdo emocionado a quienes hace veinte años se echaron a la calle para pedir que la cultura y el arte se entronizaran en nuestras vidas con la realidad de un Museo palpitante y con vida, o de aquellos históricos como Paulino Plata, consejero que fuera de Cultura que cuando enseñaba a los periodistas los cuadros almacenados en un edificio del PTA, experimentaba el subidón de quien pensaba, y con razón, que algún día los malagueños y los millones de turistas podrían disfrutar de un Museo único. Esto es lo que dirá este lunes la presidenta de la Junta, Susana Díaz, en el acto de inauguración y a su lado Rosa Aguilar, la consejera de Cultura, con la sonrisa más feliz quizás de su vida. El ministro de Cultura, Íñigo Méndez de Vigo, con su presencia enterrará desacuerdos y desajustes y quedarán en el olvido intentos descarados de poner palos a la rueda de la historia. Veinte años hemos tardado, pero, pardiez, ha merecido la pena.