Recordemos la imagen de la cumbre de Hannover de este año de los cinco dirigentes del mundo occidental sonriendo satisfechos y lanzando un mensaje de normalidad: el americano Obama, el inglés Cameron, la alemana Merkel, el francés Hollande y el italiano Renzi. Pues bien, al final del 2016, dos de los cinco mandatarios -Cameron y Renzi- ya han sido expulsados del poder en un referéndum que sólo su mala cabeza les obligó a convocar. Otros dos -Obama y Hollande- dejarán muy pronto sus funciones. Les toca, cierto, pero también han sufrido graves derrotas y han sido políticamente guillotinados. Sólo queda Angela Merkel -a la que su partido acaba de elegir candidata para un cuarto mandato-, la única que es mujer y que preside una coalición.

La democracia es alternancia y es lógico que unos gobiernos caigan y otros suban. Pero no lo es que caigan tantos en tan poco tiempo ni que el relevo genere tantas incógnitas. A Cameron le sucede la difícil gestión de la salida de Gran Bretaña de la UE. Obama se acaba al haber consumido sus dos mandatos pero después de que su partido y su antigua secretaria de Estado, Hillary Clinton, haya perdido no frente a un candidato republicano al uso sino ante un extraño populista que, incluso una vez elegido, sigue comunicándose por tuits a veces incendiarios, y que genera serios interrogantes sobre el futuro de la primera potencia del mundo que lideraba las democracias desde hace un siglo, desde la primera guerra mundial.

Hollande seguirá siendo presidente hasta mayo pero ha tenido que renunciar a un segundo mandato porque no solo se ha estrellado ante su programa -confuso pero con tintes de socialismo poco madurado- sino que no ha podido afrontar ni la crisis económica ni la existencial de Francia. La grandeur pasó a mejor vida. Y el candidato socialista es difícil que pase a la segunda vuelta de las presidenciales, en las que lo más probable es que se enfrenten Francois Fillon, un conservador-conservador y la populista Marine Le Pen. Y si ganara Le Pen -poco probable hasta hoy, cuando lo imprevisible siempre sucede- sería todo el edificio europeo el que crujiría desde los cimientos. Un brexit elevado a la quinta potencia.

Renzi ya se ha ido porque su correcta intuición económica -imperativo de racionalizar- se ha estrellado ante los vicios y complejidades de una Italia «cardenalicia» que no ha digerido ni su bonapartismo reformista ni su juvenil prepotencia.

En el fondo de estas derrotas está el tradicional malestar social -piove, porco governo- que la crisis económica y el miedo a la inmigración y al terrorismo islámico (común a los cinco países) ha acentuado mucho. También que las grandes visiones de los políticos que querían ganar -el desdén moral de Hollande hacia el «orden capitalista» o, en menor grado, el optimismo antropológico del «Yes, we can» de Obama- han quedado en papel mojado ante la peor crisis del capitalismo desde 1929, que ha agravado los efectos negativos de fenómenos positivos -e irreversibles- como el cambio tecnológico y la globalización.

Todo esto ha ayudado al populismo de derechas (Trump), de izquierdas (Podemos) o indiferente (Beppe Grillo). También los errores políticos de la derecha y la izquierda democráticas que -en la creencia de que sacarían ventaja política- convocaron referéndums para asuntos que dividen mucho a los países. Es el caso del suicida Cameron, que quiso cimentar su liderazgo en el partido conservador prometiendo un referéndum sobre la permanencia en la UE. O de Renzi que con el apoyo de sólo la fracción mayoritaria de su partido quiso enmendar -apelando al pueblo soberano- gran parte de la vieja Constitución italiana de 1948 que fue pactada por las grandes fuerzas políticas de entonces: democristianos, socialistas y comunistas.

Sí, el tópico es cierto: los referéndums los carga el diablo. Y más en tiempos de cólera.