De Guindos ha dicho que es necesario el crecimiento para hacer frente a las amenazas de populismo. Explicado así quizás no se entienda del todo. Probablemente haga falta añadir, al mismo tiempo, que la recuperación económica, el cambio político, debería contribuir por una vez en la vida a despejar las mayores incertidumbres sociales: a combatir la desigualdad y remediar las desventajas que supone competir en el mundo global. La amenaza populista no es nueva. Europa ha sufrido por culpa de ella algunos de los momentos más trágicos de su historia. Surge siempre de las grandes frustraciones, el miedo, la ausencia de certezas, y de la desesperación. De todo ello se nutre el mensaje desestabilizador y demagogo de los populistas. Hitler fue el más grande y dañino de todos ellos. Entonces no le costó convencer a un pueblo embargado por la derrota que se sentía injustamente tratado, de que tenía derecho a ser superior a los demás. Lo que el Führer y sus secuaces no lograron inicialmente difundiendo su letanía del odio lo completaron los alemanes abatidos y resentidos con las democracias liberales europeas. Había que propinarle una patada a alguien y acabaron recibiéndola ellos mismos en sus posaderas. Esa espiral de la incomprensión es la que se lleva gestando desde hace un tiempo. Los extremismos operan con el calculado mensaje efectista contra las élites del poder, la inmigración, desde planteamientos ultranacionalistas y xenófobos. Elevan un diagnóstico que no es difícil compartir desde la angustia social, el problema, es que en vez de ahuyentar la crisis lo que logran es multiplicar la inquietud y disuadir a los inversores. Es necesario, efectivamente, el crecimiento económico. La política de austeridad ha llevado a Europa un callejón sin salida impulsando el descontento y la frustración. Crecer pero hacerlo combatiendo la desigualdad de una manera justa y equilibrada es la mejor manera de cerrarle el paso a los extremismos.