No le fue difícil a Pura Meollo colarse por entre el gentío que abarrotaba el patio de la Aduana. Su elegancia y buen porte hicieron que nadie le pidiera acreditación ni invitación. Había logrado su propósito. Emboscada entre periodistas, políticos, miembros de la academia de Bellas Artes de San Telmo, librecambistas, poetas, zurupetos y simpáticos ancianos que le miraban el culo sin disimulo, pudo acceder al interior del museo y deambular por él como parte de la élite que estaba invitada a la inauguración. A Pura Meollo le pareció no obstante que la élite, así toda junta, olía como huelen todas las multitudes: un poco a tigre y mucho a vanidad. En cualquier caso, también percibió un cierto aroma a individualismo y posverdad. Aroma que por cierto se disolvió enseguida por el olor a potaje de berza que llegaba a través de los ventanales, seguramente de una de las tabernas cercanas, cuya freidora debería ser parte de los fondos arqueológicos del recinto. No en vano, una patata frita veía, pegada desde el techo, ver pasar la vida desde los tiempos de Cánovas. La élite avanzó por las dependencias del museo. Incluso deambuló por las independencias. Al cabo de un rato, la élite dio síntomas de mareo y un enfermero contratado con buen criterio previsor por la Junta de Andalucía atendió a varios prohombres aquejados del que los más vanguardistas manuales de medicina vienen denominando síndrome del «ojú que empachera de arte».

El calor, las inflamadas soflamas de varios políticos y las excelentes pero prolijas explicaciones de los guías contribuyeron también sobremanera, a qué negarlo, a que varios grupos de invitados, incluidos los policías de paisano, agotaran su capacidad de atención y concentración. Y así, en la confusión y con los vigilantes ocupados en que las élites no rompieran un casco etrusco, un pebetero o una mandíbula de neardental y no se sentaran en el mosaico de Cártama, Pura Meollo logró acercarse a su objetivo: la venus de Benaoján.

Grabó en su cerebro la disposición de las cámaras, los posibles puestos de vigilancia, el lugar por donde huir, los recovecos de la zona, la situación de las alarmas y el emplazamiento de los cuartos de baño. Tentada estuvo de fotografiarse junto a ella y subir la foto a Instagram, pero después de una ardua cavilación convino consigo misma que no sería serio desbaratar la misión por semejante vanidad. Lástima, se dijo, no todos los días se llevan unos zapatos de quinientos euros y una chaqueta del famoso diseñador Evelio Armario Abrigo.

Pura Meollo contactó con su jefe, que estaba apostado en el exterior tras una furgoneta averiada de reparto de igualdad de oportunidades y coquinas en escabeche. Lo malo de estar apostado es que puedes estar perdido. El jefe (que conocía bien los planos del edificio por razones que el lector puede imaginar, dado que el escritor no se lo va dar todo hecho) le dio instrucciones precisas y Pura Meollo, su bolso ysu chaqueta dieron rápidamente y sin que vista humana la cazara con el escondite convenido. Meollo, hecha una alcayata, se acomodó, es un decir, en el lugar, en el que podía adivinarse un olor como a pies de gobernador civil. Prefería la berza, sin duda. Allí dejó pasar los minutos hasta que el murmullo elitista cesó y el ministro se fue a comer albóndigas al barrio de La Luz. Y allí sigue. Meollo, no el ministro. Ahora que es de madrugada. A solas. A punto de salir a la oscuridad del museo esquivando infrarrojos y acercándose a la venus de Benaoján. Hoy abre el museo. Ya está amaneciendo...