Quizás, ilusos, esperábamos que hubiera una cola de cierta entidad a las 8.30 de la mañana para ser los primeros en pasearse por esta nueva Aduana que ejerce de espejo para que Málaga se contemple. Martes, biruji y pereza mañaneras... Total, que no, que sólo una decena aguardaba en la puerta del flamante Museo de Málaga antes de que se iniciara su primera jornada expositiva tras la inauguración oficial del lunes. Quizás, los periodistas, que nos hemos liado la manta a la cabeza haciendo artículos a troche y moche para destacar la importancia del nuevo centro expositivo, en un momento de euforia y solipsismo -algo a lo que somos muy dados en esta profesión-, esperábamos que se formara una pechá de aduaners, como si las bellas artes y la arqueología se sometieran a las normas cuantitativas del fenómeno fan. Sí, somos así de jartibles.

Ha reinado un aire un tanto desangelado tanto en la inauguración oficial -no se convocó a gente notable y hubo mosqueos: por ejemplo, ¿cómo es posible que no se invitara a ningún miembro de la clase empresarial? Cuando toque buscar patrocinios para actividades, seguro que les llamarán- y a uno le entra una cierta tristeza al comparar hechos y datos -250.000 personas vieron las luces navideñas de la calle Larios durante cuatro días del reciente macropuente; 2.528 se acercaron a la Aduana en su primer día abierta al público-. A pesar de todo ello, estoy satisfecho: primero, porque es un museo estupendo, del que sentirse orgulloso, que garantiza incontables visitas -es de una frondosidad que abruma-. ¿La gente, los números, las colas? Ya vendrán... O no. ¿Tanto importa? ¿Mejor 250.000 o 2.528? Yo lo tengo claro.