Al escribir estas líneas caigo en que nunca he consultado a mis amigos psicólogos si el síndrome de Stendhal es reconocido por la comunidad científica como un trastorno específico. Pero no cabe duda de que, existir, existe. Se trata de una intensa reacción emocional que se experimenta tras la exposición a obras maestras de arte, o a concentraciones elevadas de éstas, y aparece descrito por el escritor francés que le da nombre en su libro Roma, Nápoles y Florencia con estas palabras, tras una visita a la iglesia florentina de la Santa Croce: «Me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme».

Este columnista ha creído reconocer los síntomas en sí mismo en el pasado, y en un lugar inesperado por lo familiar. No en la plaza de la Signoria o en el interior del Panteón, sino en el Museo del Prado, frente a los cuadros de Velázquez. Allí, no importa cuántas veces había visto previamente reproducciones de Las Meninas, La rendición de Breda o La fragua de Vulcano, sobrevinieron la desorientación, los ojos humedecidos, el pulso acelerado y la sensación de vacío.

Esta semana ha habido una recaída, si bien no de la intensidad de la anterior. Ocurrió durante la visita al recién inaugurado Museo de Málaga. Nada más traspasar el umbral del edificio saltaron las alarmas, pero lo peor estaba por llegar debido a la apabullante densidad de belleza que aguardaba en el interior. La visión del yelmo griego encontrado en calle Jinetes fue el detonante. Sí, yo era el tipo que iba llorando por las salas del museo el miércoles pasado. Si aún no han acudido al Palacio de la Aduana, vayan con cuidado. No digan que no les advertí.