Uno lee, como es normal, a sus contemporáneos: en libros, en revistas y periódicos, en blogs. Y aprende de ellos sobre la infinidad de materias a las que dedican sus vidas. Uno lee poetas, novelistas, cuentistas, aforistas, científicos, historiadores, articulistas, reporteros, politólogos y demás letraheridos con provecho porque le ensanchan la mente y porque le dan argumentos para rebatir con un mínimo de solvencia esa especie de estulticia generalizada que barniza lo real y a la cual parecemos estar obligados por decreto. Pero entonces uno abre una vieja antología de sonetos clásicos, escritos entre los siglos XV y XVII, y se da cuenta de que hemos avanzado poco en el conocimiento de lo esencial de la existencia, y que quizás debiéramos recurrir con mayor frecuencia a esa gente antigua para transitar las turbias aguas de lo actual sin zozobras sobrevenidas ni excesiva ración de sandeces.

«Mi alma os ha cortado a su medida», le explica Garcilaso de la Vega a su amada para que entienda que un sastre invisible (el alma, que actúa a sueldo de algún ser divino) ha confeccionado un traje (el amor que el poeta le declara) que sólo podría sentarle bien a ella (y al revés, se sobrentiende o se suplica). Fray Luis de León, por su parte, advierte del posible fracaso de esta clase de relaciones extremas cuando se fían a la euforia imprudente: «que lo que en breve sube en alto asiento,/ suele desfallecer apresurado», algo que corrobora don Luis de Góngora cuando, ensoñador, recuerda haber visto «altas torres besar sus fundamentos». Una experiencia fatigosa esta del cortejo y del propio amor, al decir de Fernando de Herrera, que le obliga a uno a ir «a do cierra la vuelta el mar incierto» y que en tantas ocasiones provoca naufragios y perdiciones. Y también contradictoria (no todo van a ser arrumacos y besuqueos celestiales), advierte Francisco de Aldana, ya que «en medio a tanto bien somos forzados/ llorar y suspirar de cuando en cuando». Y peor todavía, clama de nuevo Góngora entre grandes aspavientos retóricos, «porque entre un labio y otro colorado/ Amor está, de su veneno armado,/ cual entre flor y flor sierpe escondida». Bartolomé Leonardo de Argensola, con la lección bien aprendida de sus escépticos maestros, descree de lo que le dicta su mentirosa mirada, que en este caso se fijaba en cómo se acicalaba una beldad, «porque ese cielo azul que todos vemos/ ni es cielo ni es azul», razón que apuntala Lope de Vega con un endecasílabo lapidario: «creer que un cielo en un infierno cabe». Francisco de Medrano, quizás cansado de tanta precaución anafrodisíaca, le devuelve a la herida del amor su alma original («herida es el amor tan penetrante/ que llega al alma»), Quevedo y Francisco de Rioja sus ojos («y cristales sedientos de cristales» según el primero, «árbitros de la muerte y de la vida» según el segundo), que, como se sabe, son «la puerta del alma», y Villamediana su ser último («cuerdo el enloquecer, la razón loca»). La palabra postrera, y casi definitiva, la tiene la única mujer de la antología, Sor Juana Inés de la Cruz: «mi corazón deshecho entre tus manos».

Sonetos de amor para una época, la nuestra, que lo ha banalizado hasta la náusea. Reflexiones escandidas que nos miden como personas. Versos que llegan de catorce en catorce para poner en orden los sentimientos y darles coherencia y hondura. Hay muchos libros como el que uno ha releído y del cual ha destilado algunas gotas para esta columna. Son baratos y no tienen precio.