En el PSOE se ha extendido la idea de que Pedro Sánchez está acabado. Cualquier día mirará hacia atrás y no verá a nadie siguiéndolo. Dimitir y emprender el viaje por cuenta propia tras perder dos elecciones seguidas y haber puesto al partido en uno de los trances más comprometidos de su historia tiene ese riesgo.

Una de las equivocaciones de Sánchez es creer que podemizándose el PSOE podrá imponerse a Podemos. La copia jamás supera al original. Aunque no quiere decir que la podemización de la política española no tenga en el socialismo de estos años atrás una precuela.

La radicalización de las bases socialistas, que tanto preocupa a algunos dirigentes, no se produce de repente: es producto de la propaganda en algunos momentos por el partido de Ferraz desde los tiempos de Felipe González, en los que la socialdemocracia, el compromiso con el Estado y la beautiful people se hicieron en ocasiones a un lado para dejar paso al «doberman» y «el cordón sanitario» con que demonizar al adversario político. O mucho más recientemente en la etapa de Zapatero, precursor del podemismo sin Podemos hasta que tuvo que enfrentarse a la cruda realidad económica en el tramo final de su segunda legislatura. Recuerden: la Ley de la Memoria Histórica, la España plurinacional, el Estatut, los desplantes a Estados Unidos, el chequé-bebé, la Alianza de las Civilizaciones, etcétera. Con cualquiera de estas iniciativas podrían sentirse cómodos tanto Iglesias como Errejón.

El podemismo es la opción de cambio elegida por Pedro Sánchez. Pero no la inventó él. Pedro Sánchez, salvo el récord negativo de diputados, no ha inventado nada. Ni siquiera el arribismo, aunque en él se perciba con una nitidez superior a la de cualquier otro político, al menos que yo recuerde. En resumidas cuentas, podemizarse sin Podemos tenía algo más de sentido que hacerlo cuando ya existe quien encarna esa doctrina.