El Partido Popular ha ordenado a sus dirigentes que hagan caso omiso a las críticas de Aznar. En el caso de Cataluña, su dirección sostiene que hay que seguir tendiendo la mano a la Generalitat aunque el desafío secesionista siga subiendo de tono. El expresidente mantiene, en cambio, que la oficina de Soraya en Barcelona significa asumir eso tan cursi que se dice ahora del «relato político» de los nacionalistas, algo que, por otro lado, él conoce de sobra desde los tiempos del «catalán en la intimidad». Ana Botella le contó una vez a un periodista que su marido cuando era todavía un niño y le preguntaban qué quería ser de mayor, respondía sin dudarlo: «Presidente del gobierno». El sueño se cumplió y lo fue durante ocho largos años, el problema es que después de ello jamás ha dejado de pretender seguir siéndolo. Aunque en Aznar se perciba como una especie de ambición permanente, no sólo él padece de presidentitis. En España y en las últimas décadas la han sufrido otros inquilinos de la Moncloa. El único de los presidentes de Gobierno que dejó de serlo voluntariamente y se olvidó de todo desde el primer momento en que cesó fue Leopoldo Calvo-Sotelo, probablemente porque, tras su corto paso por la jefatura, no tuvo la oportunidad de apolillarse ni de engolfarse lo suficientemente en el cargo. Esto del intervencionismo de los cesantes es una auténtica lata no sólo para los que tienen que lidiar el toro desde la máxima responsabilidad, sino también para el resto que incluye a los ciudadanos espectadores. Nos salva que los expresidentes de gobierno vivos son sólo tres; de disponer de una masa coral como en Italia, dieciocho distintos en el cargo desde el segundo período de Andreotti en los setenta, el ruido hubiera sido insoportable.