Alguna vez, quizás dentro de un tiempo, me gustaría volver a jugar con la seriedad profunda con que juegan los niños. Y ver la vida como ellos la ven, con curiosidad y con decoro, con esa mirada de tú a tú que le ponen a las cosas antes de que los convirtamos en unas burdas imitaciones de nosotros mismos (como si fuésemos tan maravillosos que mereciera la pena repetirnos) y les inoculemos algunos virus incurables, entre ellos el de tomar solo la parte tonta de la vida.

Pocas cosas hay más cursis que la Navidad y ese «espíritu navideño» que debe, al parecer, impregnarnos a todos en «estas fechas tan señaladas». Pero lo malo de «estas fechas tan señaladas» es que hace mes y medio que empezaron, y con ellas toda su insufrible carga de anuncios, compras, felicitaciones. Hace mes y medio, tal vez algo más, que hay alfajores en las tiendas, turrón en las confiterías, mantecados y anís en el mostrador de la mercería. Hace mes y medio que las luces nos emboban como a polillas.

Acaso sea por una forma rara de fotofobia, pero nunca me gustaron las fiestas que basan su éxito en una iluminación excesiva y en el ruido. Siempre he tenido la sensación de que tras las brillantes lamparitas se esconde algo miserable. Y en estos días, viendo las innúmeras legiones de criaturas mirando embelesados las bombillitas de calle Larios, me he consolidado en mis convicciones.

Alguna vez he dicho que yo nací en una ciudad que se llamaba como esta, que hablaba el mismo idioma, que se enmarcaba en sus mismas latitudes, pero que sin duda no es esta. Yo nací en una ciudad en que las Pascuas, así, en plural, empezaban el día 21 de diciembre con el sorteo de la Lotería, que desde la radio ponía la música ambiente a la preparación en las casas de borrachuelos y roscos, y acaban el día 6 de enero, con los Reyes Magos. En total, dieciséis días, poco más de dos semanas, pero no esta locura que comienza en noviembre y se mantiene berreante hasta el seis de enero. Dos meses de latazo, de comidas con los amigos, los compañeros de trabajo, la familia… Dos meses de pesadilla de perfumes y juguetes en la televisión a todas horas.

El espíritu navideño, me perdonarán quienes lo sientan, es una cursilada insoportable que ha banalizado lo que una vez fue racional y tuvo sentido. El espíritu navideño ahora no es más que consumo y deslumbramiento, y yo quisiera, alguna vez, unas navidades como aquellas, con menos luz y más afecto, esa palabra que hace tan poco juego con la brillantina. Y recuperar aquel juguete, ay, aquel juguete.