La renuncia de Aznar a la presidencia de honor del PP, partido del que ha sido el gran líder y al que transformó en una máquina política eficiente, tiene relevancia. Indica no sólo que Aznar cree que se equivocó al designar sucesor a Mariano Rajoy sino que desde hace tiempo discrepa de su política. Y el divorcio ha alcanzado el punto de no retorno con los pactos a los que el PP está obligado al haber perdido la mayoría absoluta.

Pero juzgando por los resultados, y desde un ángulo conservador, de poca cosa relevante se puede acusar a Rajoy. Ha mantenido el partido unido usando la disciplina y el puño de hierro que heredó de su antecesor, ha vuelto a ganar las elecciones cuando la mayoría de los gobiernos occidentales las pierden aunque tengan una tasa de paro muy inferior a la nuestra, y el PIB crece más del 3%, el doble que la media europea. Encima con su marrullería, o habilidad, ha conseguido ser investido gracias a la abstención del PSOE, el único partido que puede echarle del poder y que ha quedado sumido en una seria crisis.

¿Qué más puede pedir un conservador sensato? ¿Que no pacte con nadie, el país se paralice, se monte una rebelión general y se tengan que convocar nuevas elecciones? ¿Que no se intente abrir un diálogo -espinoso- con los líderes catalanes elegidos, en un conflicto que inició -o agravó- el recurso masivo del PP contra un Estatut que ya estaba aprobado en referéndum en Cataluña, y que se produzca un peligroso choque de trenes que -resulte como resulte- no incrementará la estabilidad de España?

La única explicación es que Aznar, orgulloso como nadie, se siente ninguneado no sólo porque ya no manda sino porque sus salidas de tono le hacen incómodo a los que encumbró.

¿Qué consecuencias tendrá -titulares aparte- la renuncia de Aznar? Tiendo a pensar que pocas. Primero porque la protesta contra Rajoy -se vio ya en las europeas del 2014- no ha ido hacia la derecha de Vidal-Quadras sino hacia el centro de Albert Rivera. Segundo, porque el PP -desde Aznar- es un partido instruido en la obediencia, en el que el asesinato en un comité federal (o su equivalente) es impensable. Tercero, porque hay poco margen real para una política de derechas alternativa.

Por eso Cayetana Álvarez de Toledo yerra por entusiasmo al afirmar que «con la libertad de Aznar hay un nuevo actor en la política española en un momento crítico». Más bien tiendo a creer que la noticia sólo confirma el mal humor de Aznar que se va a quedar en la FAES lamiendo sus heridas y expresando sus críticas de tanto en tanto. Esperando, eso sí, el momento en el que se le reclame como líder -o inspirador- de la rebelión de un nacionalismo español frustrado que, hoy por hoy, no se divisa. Rajoy siempre repite que España es la nación más antigua de Europa.

Es cierto que eso le sucedió en Francia a Charles de Gaulle cuando el general llevaba ya doce años en el retiro de Colombey-les Deux Eglises. Pero la Francia de 1958, con la inestabilidad de la IV República y la guerra de Argelia, no es la España de hoy en la que todo el mundo sabe -salvo Pablo Iglesias- que la prioridad es no quedar aislados de una Europa que no atraviesa su mejor momento. Y a nadie se le ocurre -excepto al ocurrente diputado Joan Tardá, de ERC, cuando busca el foco en un tenso debate de investidura- equiparar la Argelia colonizada con la Cataluña autonómica.

Aznar es un conservador ideológico, de las ideas -cree que la derecha tiene razón-, y Rajoy tira hacia un conservador biológico-pragmático que piensa que el orden establecido tiene la virtud de existir. Pero las diferencias de comportamiento tampoco son enormes. Tienen en común, como ha señalado Ignacio Varela, un estilo que se ha convertido en marca de la casa (del PP): «tierra quemada en la oposición; y en el gobierno talante moderado y dialogante cuando se está en minoría y rodillo implacable si tienen mayoría absoluta».